Mi querida Big-Bang:

Tragarse el orgullo es como tragarse una papilla densa y fluorescente de las que te meten al estómago para detectar los efectos letales del chuletón de Ávila. El orgullo es lo que tiene. Una consistencia de engrudo ácido que te deja regurgitando las intenciones castradas una y otra vez. Mi amiga M. , que es cachondona y elocuente, dice que hay cosas peores de tragar, y lo acompaña de un gesto soez que causa sensación en los restaurantes finos a los que vamos. Luego pide Vichy Catalán con hielo y limón y le pega tres sorbos mirando desafiante al respetable, tan pancha, mientras las demás nos lanzamos al tocador como si no hubiera otra meta en nuestras vidas.

Yo solía ser orgullosa como yo sola. Y soberbia, que es una variedad parecida, y mi primera manifestación data del parvulario, cuando le di una patada a mi profesora Angelines y mis padres me obligaron a pedir perdón delante de todo el colegio. La muy asquerosa me había comparado con la alumna más chunga del momento, F.Carrera, y eso era mucho más de lo que la guerrera de cuatro años que era yo podía soportar: “Señorita, perdóneme pero yo no soy como ésa, que encima siempre tiene mocos verdes y lleva las bragas sucias”, vine a decirle con mi chulería envuelta en baby de rayas. Y mis padres me dieron un empujón con pellizco incluido para que recondujera el discurso. Lo hice, sí, y volví a casa con la amarga sensación de haber perdido una batalla vital en mi biografía.

Luego vendrían otros momentazos en los que hubo que envainar las espadas. Dedir digo donde dije Diego, dar la razón a un jefe sin estar nada convencida y a riesgo de ser nominada para la lista del paro. “Eres una soberbia y miras perdonándome la vida”, me dijo una en la prehistoria de mi carrera. Y yo, muerta de miedo, debí poner un gesto paradójicamente desafiante que terminó de rematar mi consolidada fama de chulita. A otro jefe que tuve cuando aún llevaba tops sin tirantes a conjunto con minifalda le solté que era “un machista y un tímido agresivo”, y el hombre me lo recordó 15 años después, sentados a la mesa y con un arroz con bogavante por testigo. “Pero si tú me dabas miedoooo”, titubeé. “Pues chica, a ti el pánico te vuelve freudiana. Háztelo mirar”.

Con el tiempo aprendí que tragarse alguna que otra es un antídoto contra la hipertensión, y cuando cedo no me suben las pulsaciones de 70. O puede que sí, pero entonces me chuto un episodio de Mad Men, una copa de tintorro y me encomiendo a las vírgenes de mi infancia, a F.Carrera y a las monjas que intentaron sin éxito convertirme en un ser humilde y sumiso. El mismo que odia a muerte los babys con rayas y los mocasines azul marino con suela de goma. Un engrudo estético que no hay quien se trague.