Mi querida Big-Bang:

El otro día desayuné con una mujer inquieta,pizpireta y parlanchina que aseguraba tener su armario estrictamente ordenado y dispuesto por colores. “Tanto, que las puertas son transparentes”, fardaba con el orgullo propio de una folclórica con buenas tetas y mejor canalillo. Yo la miraba rarito, porque siempre he sido muy de madrigueras con blindaje opaco como el del Banco de España, perfectas para esconder mi desorden patológico y revolver dentro los montones de género como en el mercadillo de los gitanos. El sistema tiene la ventaja de que en el totum revolutum emerge de pronto el vestido ochentero que ya es vintage tras pasar dos décadas sepultado bajo los zapatos de plataforma con aplicaciones de strass.

La cosa es que mientras yo atacaba mis huevos revueltos con beicon ella insistía en ofrecerme pruebas sólidas de su desviación hasta el paroxismo: “Una vez -dijo, mientras mordisqueaba un cruasán- entré en el baño de un hombre que tenía las cremas ordenadas por tamaños y objetivos. Pensé: este tipo tiene un polvo”. Ahí se me atragantó el borde del beicon y casi llaman al 112 porque me empecé a poner morada como la estantería 3-D de mi amiga. ¿Un polvo o una lista de aberraciones de la A a la Z, con la A de asesino en serie?

Porque estaremos de acuerdo en que un hombre que ordena las cremas es un hombre que oculta una guadaña bajo el somier y una colección de cabezas descuartizadas en botes colocados por estricto orden alfabético de las víctimas. Un hombre que se afeita dos veces al día y que sufre palpitaciones si encuentra un sujetador tuyo olvidado en el respaldo de la silla. Un ser que directamente entra en coma anafiláctico si en vez de un sujetador son unas bragüelas…

A mí la gente ordenada me pone verde de envidia, lo reconozco. Nunca seré de los suyos como nunca llevaré el pelo en su sitio, las medias sin retorcer y la ropa interior a juego. Es mi tendencia a la entropía, al desorden cósmico que tan nefastos resultados me ha deparado. Y mira que lo intento, pero siempre termino atraída por hombres que lanzan los calcetines con catapulta, andan por casa con camiseta de churrero y dejan la ceniza aquí y allá, como en el cuento de Pulgarcito.

Bien pensado, debe ser una tara de la infancia. Y bien pensado, no voy a renunciar a mi ración diaria de desconcierto. Total, los armarios ordenados sin suegra fisgona no tienen razón de ser, y los hombres rectos jamás te ofrecerán sorpresas bajo las sábanas, sino rectas lecciones teóricas acerca del placer fractal. Un tipo de éxtasis que se me escapa y que debe estar muy próximo al tantra ése del que todos hablan y nadie ha experimentado. ¿O sí?