Despedidas

Mi amiga F. se despidió de su padre ayer en el funeral con una carta muy sencilla en la que glosaba su integridad, su austeridad, su amor por la familia y su curiosidad insaciable por la historia y la literatura. Lo hizo con esa serenidad limpia y sin afectación que la caracteriza, y la iglesia de llenó de fuego. Me gustaría creer que cuando te mueres escuchas lo que te dicen quienes te amaron.

F. tiene una fe profunda y a veces reza por mí. Yo se lo agradezco mucho y estoy convencida de que me ayuda. Un día, hará tres o cuatro años, mi amigo M. nos presentó en una comida a cuatro (el cuarto era J.E) en la que ella, precisamente, me recomendó una película sobre la muerte y el duelo titulada “Despedidas“, de Yojiro Takita (“Okuribito”, en japonés).

Argumento: Daigo Kobayashi, antiguo violoncelista de una orquesta que se acaba de
disolver, vaga por las calles sin trabajo y sin demasiada
esperanza. Por ello decide regresar a su ciudad natal en compañía de su
esposa. Allí consigue un empleo como enterrador: limpia los cuerpos, los
coloca en su ataud y los envía al otro mundo de la mejor forma posible.
Aunque su esposa y sus vecinos contemplan con desagrado este puesto,
Daigo descubrirá en este ritual de muerte la chispa vital que le faltaba
a su propia vida. 

De todos los rituales existentes, el del funeral me parece el más importante. Pone en manos del sacerdote el último recuerdo de los asistentes que a menudo no tuvieron la oportunidad de conocer al difunto. Y demasiadas veces el cura se hace un speech convencional y pomposo donde sólo los que tienen fe terminan convencidos de la suerte de que su ser querido habite el cielo. Y a veces ni ellos.

Hay que despedirse como dios manda. Cuando no es así se te queda esa sensación de que el muerto -que a veces sigue vivo- va a aparecérsete a la vuelta de una esquina y pegarás un respingo y no sabrás qué hacer. Aquí no hay rezos que valgan. Un adiós brusco te condena a vagar como alma en pena una semana, dos, un mes, con la sensación de que te falta algo que no tiene nombre. ¿Vacío?. Y es muy triste y muy real. A F. le falta su padre, su compañero, el hombre incondicional que ya estaba enfermo cuando ella y yo nos conocimos, y al que no vi jamás pero siento que he visto a través de un relato entre comida y comida, siempre breve, profundo y sin carga dramática de más porque así es ella.

Otra mujer que conozco apenas perdió este verano a su novio en un accidente de tráfico. Muchas mañanas me lleva en coche a trabajar y no hay trayecto en el que no hable de él. De cómo hacía tal receta, de cómo iba a ver los partidos de fútbol del hijo de ella. De que estaba gordito (“pero estaba muy bueno”). De que era un caballero y enseñó al niño a ceder el paso a las mujeres. Y a mí me impresiona su decisión de seguir con él a través de los recuerdos cotidianos porque es una forma de eternidad que la Iglesia no contempla, al parecer. La fe en el más allá de los agnósticos y de los ateos. Que el recuerdo no se evapore, no del todo, no enseguida.

Así, hay muertos que siguen vivos y vivos a los que matamos para seguir viviendo. Pero nunca del todo.  Y nos quitan el sueño. Y se nos aparecen de noche, al apagar la luz. O como un relámpago cuando suena el despertador. Y hay que construir para ellos un lugar donde descansen en paz sin que medie el olvido. Un recuerdo, dos o tres que los resucite cuando los invoquemos y sea algo dulce y consolador. 

Estoy segura de que F. es una maestra en Okuribito. Su carta de ayer es una prueba. Si la otra vida es permanecer en la letra de los que nos acompañaron mientras respirábamos, no me parece mal. Le gustaban la historia y la literatura. Era muy alto, como F. y consiguió que su hija se sintiera bien y aceptada. Ayer, en su funeral, sentí que lo había conocido. El ritual tuvo su efecto gracias a una carta. Espero que haya cielo, lo espero de verdad. Pero si no hay cielo hay palabras, que no está nada mal.