¿Cuántos pensamientos caben en ocho minutos de descenso hasta que te estrellas?

El tiempo es elástico. A veces vuela, a veces se empeña en demorarse tanto que nunca llegas al punto de ebullición.

Pensarían: no besé a mi mujer. No cancelé esa cuenta secreta a donde desvío los fondos de mi miseria. No llevo mi traje favorito. No voy a conocer a mi hijo. Hace frío. Si se me sale el estómago por la boca y al del asiento de al lado también, ¿capturará cada uno el suyo en el aire o nabrá riesgo de confundirse de vísceras? ¿Y si termino con un hígado incompatible?

Ocho minutos son la eternidad antes del fundido a negro.

Pensaría: cuando encuentren mi móvil me van a descubrir. Una infidelidad. Una trampa. El plan B de mi vileza. Y pensaría: Qué coño importa a estas alturas. (¿Y cuál es el emoticón en estos casos?)

Altidud: 8000 pies. Y descendiendo.

Grita el pasaje. La gente se abraza al extraño más cercano. Huele a miedo. A café derramado. A todos los perfumes del Duty Free. A caca de bebé que nadie va a limpiar.

Alguien pensaría, tal vez: qué suerte ser bebé y no estar entendiendo.

La montaña rusa del más infernal de los parques de atracciones. Ocho minutos en caída libre. Pasen y vean. El reclamo de adolescente salvaje. Pero esto no es una broma.

Pensaría: dios mío, que sea un simulacro.
¡Abróchense los cinturones!

Cuerpos que chocan por el aire. Que atascan los pasillos. Que vomitan amarillo, verde, negro.  Y todo viscoso y acre.

Pensaría que esto acabe pronto. Que sea una pesadilla. Que aparezca una torre para estrellarse antes.
Habrá quien se soltara la corbata, la soga de morir en la oficina. 

Da tiempo. Ocho minutos dan para escribir un testamento en la pantalla de un smartphone.
Y un post apresurado como éste.
Pensaría qué terco es el destino. Pensaría: si hoy no me tocaba. Y por qué va a cortarse el hilo de la vida cuando era tan feliz.

3000 pies de altitud. Sobrevolando la catástrofe hecha montañas.

Un día te pidieron que hablaras siete minutos, siete, en una comida de grupo. Y dio para contar todos tus miedos, todos tus objetivos. Y tres chistes.

Me da pánico perderme. (Pero en caída libre, en un avión, ese miedo no existe. Sólo hay un final y se llega en grupo. Un amasijo de cuerpos aplastados. Un cementerio coral sin tumbas ni flores de plástico)

Pensaría. No preparé su tarta de cumpleaños. Olvidé los smarties de colores. Y decirle dónde había escondido su regalo.
Matarse no sé si es para tanto. Es más para los otros.
Pero saberse muerto ocho minutos agónicos debió ser el infierno.
Alguno rezaría, lo supongo. Ojalá muchos perdieran el conocimiento. Ese botón del pánico.
300 pies. Señoras y señores, esto es el fin. El comandante les agradece que hayan confiado en nuestra compañía. Suelten las máscaras de oxígeno. O respiren profundo hasta el mareo.

Los Alpes y los buitres nos esperan voraces.

No se me ocurre una muerte peor que la conciencia lúcida de ocho minutos de hierros retorcidos, bilis calientes y lágrimas con sangre. Y luego un golpe seco. Y la nada, por fin.

Hoy lo cuenta la prensa. El dato que contiene tanto espanto: El ‘Mannheim‘ se estrelló cerca de la localidad francesa de Barcelonette
causando la muerte de 150 personas. El avión, operado por la aerolínea
alemana Germanwings y que contaba con 58.300 horas de vuelo y 46.700
vuelos operados
. Estuvo apenas 52 en el aire antes de caer en medio de
los Alpes franceses. Sus últimos ocho minutos en el aire son una
incógnita
que sólo se despejará cuando los investigadores del accidente
descifren el contenido de las ‘cajas negras’ de la aeronave.