Hoy mamá ha muerto.
O tal vez ayer, no sé.

Arranco “El extranjero”, de Albert Camus (Alianza Editorial, preciosa edición ilustrada), acariciando con devoción el papel tras huir de las zancadillas tecnológicas de un teléfono móvil desabrido. Terco como una mula, se enciende y apaga a placer, y me marea con una superposición de pantallas que yo no he ordenado. Decididamente, la tecnología se ha confabulado contra mí y al nuevo aparato que encargué y llegó ayer no le da la gana de arrancar si no introduzco una clave que no recuerdo.

Las claves son una condena. Mi condena.

Tengo una clave para entrar en mi banco, otra para desbloquear el teléfono, una tercera para entrar en el ordenador (que mis hijas conocen, por cierto). Tengo la clave del equipo MAC de la oficina. La de la impresora. La del I-Pad que no uso. La del cajero automático. La del ADSL. Y así… Mi vida está llena de trampas, de posibilidades de quedar bloqueada por mi mala memoria para los números combinados con letras. Como ladrona de cámaras acorazadas no tendría futuro.

Sí, a veces las apunto en lugares muy secretos y ocurrentes. Tanto, que terminan siéndolo para mí en cuando pasan unos días. Y esa zozobra de tropezar con mis propias trampas me impacienta hasta la irritación máxima. De modo que hace un rato le he pegado un bufido a mi hija porque ha venido con el uniforme lleno de Cola-Cao pidiéndome que solucionara su pequeña catástrofe. Soluciona tú la mía, pequeña impertinente (me ha faltado decir)

Quiero volver a ese tiempo en que no abríamos el ojo y estábamos conectados por mil cables y sometidos a la invención y memorización de fórmulas secretas. Donde para eso había brujos y adivinos. Donde salíamos de casa y nuestros padres no sabían más de nuestros pasos hasta que regresábamos pidiendo el bocadillo de Nocilla. Quiero ser fugitiva de letras y de números. 

-Este móvil me tiene que durar por lo menos tres años (dije con una solemnidad bien pasada de rosca)
-Anda ya, mamá. ¿No sabes que están diseñados para que se te rompan en menos de dos?

Pues no quiero nada que me dure tan poco. Necesito una tregua tecnológica. Un respiro. Vade retro a la obsolescencia programada. Quiero poder acostumbrarme a un teléfono como me acostumbro a una almohada entre mis rodillas o a un tono de rubio.  Quiero tecnorutina, amor eterno en dosis de altas megas. No despertarme otra vez de madrugada -las cuatro últimamente recidivas- y comprobar que la pantalla muestra un símbolo de exigüe batería. Quiero la paz y la palabra.

Pero la cotidianidad se obstina en demostrarme que estos pequeños mostruos me son muy necesarios. Ayer quedé a comer con un antiguo compañero de trabajo. Se retrasó media hora y no me lo pudo comunicar. Sentí el vacío de la impotencia programada (prima hermana de la obsolescencia?). Me pedí una cerveza que apenas probé. Hice y deshice cábalas. Suspiré con alivio cuando al fin apareció. Me aferré al móvil a la vuelta como a un hijo pródigo arrepentido. Pensé en las dichosas claves. Y no las recordaba.