Frances McDormand

 “Creo que los
arreglos cosméticos de mi profesión son solo un riesgo laboral
. Lo digo
en un sentido más cultural. Estoy muy interesada en empezar una
conversación sobre envejecer con dignidad
. Creo que el edadismo es un
enfermedad cultural, no personal
“.  

Arranco el día aplaudiendo la inteligencia voraz y la valentía de una mujer, Frances McDormand, a la que admiro sin reservas. No sólo por su trabajo -“Fargo” es una de las películas en las que siempre pienso cuando pienso en el gran cine- sino por su contundente elegancia al ir contracorriente. Por el peso específico de su pensamiento de wolframio. Porque cuando ella llega a un photocall se borra el ruido y los contornos del aire parece que la elevan, tan digna y poderosa. Porque si yo estuviera entre la prensa que asiste a estos eventos moriría antes que preguntarle de quién es el modelo que lleva puesto.

Me parece que asistir a los Globos de Oro con la cara lavada es un ejercicio de riesgo y compromiso. En Hollywood te compromete más que desnudarte y colgar la foto en Instagram, como han hecho algunas de sus colegas. Frances llama a sus arrugas “su mapa de carreteras”, y la metáfora no puede ser más acertada. Tiene 60 años, y toda la energía de la experiencia sabia se refleja en unos pliegues contundentes que, a mi juicio, son más atractivos que una piel lisa y unos ojos sepultados en kilos de maquillaje de ese que te hace otra por un rato.

“Una de las razones por las que vuelvo a ofrecer entrevistas tras 10
años de ausencia es porque creo que siento la necesidad de representar
públicamente lo que he decicido mostrar en privado: una mujer orgullosa y
más poderosa que cuando era joven.
Y creo que ese orgullo se puede
admirar en mi rostro y en mi cuerpo”.

Debo confesar que hace años que raras veces salgo de casa con la cara lavada.  Tiro de esas cremas discretas e hidratantes con color y me pinto los labios de un rojo insolente hasta para salir a pasear a mi Brontë. “El rojo en la boca es como ducharse, ¿a que sí?”, me decía B. cuando quedábamos para un evento después de una jornada dura de trabajo. “Desde luego que sí” reía yo. Supongo, Frances, que me reprobarías. Mi activismo no es tan radical como el tuyo, pero cuando me miro recién levantada o justo antes de meterme en la cama, con el rostro ya limpio y los ojos al descubierto, soy tan yo -tan poderosamente madura o abatida-  que entiendo lo que dices. Hay algo magnético y atractivo en la ausencia de pantallas. Seducir a los otros o seducirte a ti. O las dos cosas a la vez, para un público pequeño. Como el cine de culto que tú haces.

“Quiero que me veneren. Quiero ser anciana. Tengo algunas cosas que
decir y con las que ayudar. Y si no puedo, no me sentiré necesaria”. Dices tú.

Mi mapa de carreteras. Despertar.

Creo que tu mapa de carreteras es necesario, más que nunca, para que nuestras chicas jóvenes entiendan un poco más de qué hablamos cuando hablamos de ser mujer y defenderlo.  Que no sólo se trata de denunciar a los otros, algo sin duda justo y  necesario. Que quizás también haya que vindicarse a una misma. Poner nombre a nuestras debilidades. Desafiar esa inseguridad de no ser ni lucir perfectas. Nos hemos puesto el listón muy alto hasta el ridículo. Yo soy incapaz de salir a la calle con el pelo sucio, y llamo sucio a no lavármelo a diario. Pero encuentro un enorme placer cuando paseo con mi perro ataviada con un jersey grande de lana y un pantalón ancho, las botas ya gastadas por las suelas, el gorro bien calado y mi esperanza intacta.

Gracias Frances McDormand por desnudarte por todas. Hoy me levanté y te vi hermosa, la cara tan lavada. Y me hecho una foto tal cual estoy ahora, sin capas ni aposturas, el sueño aún rondando por las costuras de mi piel ya no tan joven. El día por delante.

P.D. Una vez estuve muy cerca la actriz. Era la presidenta del Jurado en el Festival de San Sebastián, me parece. En el patio de butacas, lleno hasta la bandera,  su luz inteligente lo iluminaba todo.