Un buen personaje rara vez es una buena persona. Se me ocurre. A las personas más fascinantes raramente querrías tenerlas cerca mucho tiempo. No sea que te quemen, no sea que se apaguen. La cotidianidad destroza el asombro, y está bien que así sea. En un discurso tras un premio literario la autora del libro comenzó presentando a su protagonista  como “una persona muy normal”. Mal empezamos.

No sé qué es ser muy normal. Si se trata de vulgaridad, vade retro. Todo el mundo posee su hecho diferencial, pero a veces no se nos muestra a la primera. Un buen personaje, se me ocurre, es aquel que no aparece desnudo sino cubierto de ambigüedades, contradicciones, y va evolucionando antes nuestras narices mostrando lo justo: un hombro aquí, un pliegue íntimo allá. Una buena persona muestra siempre sus credenciales en conflicto. Cae el velo. No es que a priori deba carecer de misterio, es que suele darnos las claves para interpretarlo cuando lo que se dirime es el territorio de su bondad, de su grandeza.

Hay personas que se enamoran de personajes. Se los llevan a su casa, les sirven un manjar en mantel de lino y luego los despojan excitados de la ropa. A menudo el despelote conduce a la decepción. El striptease es una maniobra peligrosa a partir de los treinta. Te acuestas con un personaje, te levantas con una mujer, con un hombre real y derrotado. Con los años uno entiende que mejora con ropa, con luz indirecta y con un discurso despojado de mentiras. También que no puede quitarse el sujetador delante de cualquiera.

El personaje, sin embargo, desafía la fuerza de la gravedad. Desafía la convención. Va tomando forma como un Frankenstein al que le otorgas la lascivia de aquel, la incontinencia verbal del otro, el temblor en las manos de un tercero, la trampa, la duda, el desconcierto. Es un ser abierto y en evolución, pero sometido a una ley imperiosa, la de la verosimilitud. Si dejas de creértelo, está muerto.

(¿Una persona en la que dejas de creer también está muerta?)

Hay autores que no se creen a sus personajes y alumbran cadáveres, novelas fallidas. El monstruo ha despertado y va por libre. Tan errático y carente de interés que no lo sigues, y abandonas y recoges distraído algún despojo de su cuerpo perdido en un barranco, en una línea o un párrafo inconexo.

A la (buena) persona errática conviene acompañarla, no sea que se caiga, no sea que se ahogue. La amas también porque se pierde. Y porque entiendes y perdonas así tu propia deriva inevitable. 

Al personaje mal parido se le juzga y lapida. Pobre víctima de autor mediocre e insensato. Abucheo general, abandono del palco. El olvido.

Aborto personajes espontáneos y los meto en frascos con formol, por si algún día. Y con las personas ya lo aprendí. Las fascinantes tóxicas, bien lejos. Las buenas son aquellas ante las que te vas quitando ropa sin preocuparte de si el escorzo desnudo mostrará tus heridas, tu piel ya no tan tersa. Tus miedos, tus vilezas. Tu ruido y tu alegría.

(Para la imaginación, invoco personajes. Seres disfuncionales. Malos bichos con coartada. Trileros embozados de palabras. Monstruos, superhéroes, damiselas)