“Pero ¡silencio!…Ha llegado la noche. Fuera el viento maldito está quemando la tierra”. Vientos de cuaresma. Leonardo Padura. Tusquets.

Desde Belén, donde vive, C. me escribe una crónica del terror sin epítetos catastróficos. Desnuda y   conmovedora. “En
Cisjordania y en Israel es increíble, la gente sigue su vida cotidiana
normal. Estuve anteayer en Jerusalén y antes de atravesar el muro
sonaron las sirenas y vimos en el cielo dos puntitos que explotaban y
que eran misiles, pero son como de juguete. En Jerusalén todo normal, la población de compras y en el
Festival de cine que acaban de inaugurar casi no quedaban entradas.  Aquí en Belén sin problemas, todo un poco más apagado durante el día
pero porque es Ramadán…Todo es muy difícil de entender”
.  

Tiene toda la razón. Es difícil de entender una guerra cuando la vives alimentada por los titulares de la prensa. Pero todas las guerras parecen tener algo en común: la población aprende a hacer una vida “normal”. Una simulación de aparente cotidianidad mientras en el cielo estallan misiles “como de juguete”.  

Hoy la crónica del conflicto sitúa a cuatro víctimas, cuatro niños, en una playa. Ese lugar de vacaciones y juego despreocupado donde la única guerra que muchos imaginamos se fragua bajo la sombrilla, en la defensa de los rayos maléficos del sol:

 “Tras bombardear un contenedor en dicho muelle, próximo a la playa del
hotel Al Deira —frecuentado por la prensa internacional—, el Ejército de
Israel tiró contra un grupo de niños que escapaba corriendo por la
playa de la primera explosión. Murieron Mohammed Baker, de nueve años,
junto a Ahed y Zakareya Baker, ambos de diez, y su primo Mohammed Baker,
de once”
.

Los niños en la guerra son mucho más que un reclamo del dolor. Son niños de segunda.  Me doy cuenta de que lo que más choca de esa crónica es la mención a los nombres de los pequeños. Algo inaudito que, sin embargo, agradezco porque me ayuda a personalizar el dolor. Imagino a los pequeños Baker de 9, 10 y once años. Las piernecitas cortas, sandalias despavoridas y a la carrera. Los once años de Mohammed Baker. La edad de mi hija pequeña.

Sorolla

C. también tiene algo que decir sobre los niños, y me impresiona la agudeza de su comentario, que trascribo íntegro por su interés:  

Cuando
matan a un niño en España (pienso, por ejemplo, en la trágicamente
célebre Asunta) ningún periódico publica imágenes de su cadáver ni
tampoco de su entierro. De manera espontánea se buscan imágenes del niño
viv
o,
sonriente, lleno de vida, lo que permite calibrar mejor el dolor de los
supervivientes y el horror de la acción cometida. De los niños
palestinos muertos -de los palestinos y árabes en general- no vemos
nunca imágenes de cuando estaban vivos y se asemejaban a nosotros. Sólo
aparecen después de muertos y sólo como muertos
.

Niño árabe=niño muerto. Las relaciones inconscientes nos llevan a calibrar las vidas ajenas -y por tanto las muertes- de forma distinta. Un accidente de tren en la India en el que mueren doscientos -recuerdo la noticia el año pasado- es la sexta noticia del Telediario, pongamos. Un niño perdido, asesinado, en un país rico abre los informativos y nos sobrecoge. El precio de la vida y de la muerte depende de la geografía, de si estás o no en el club de los países más ricos del mundo, en un régimen democrático o dictatorial. Al Norte o al Sur de lo que importa. 

Paro ya decidida a llamar hoy a Minichuki, que disfruta de unas vacaciones de infancia feliz y de montaña, para contarle la noticia de los Baker. Necesito que sepa que mientras ella escribe su relato en la vieja Olivetti de su abuelo –“mami, estoy inspirada, llevo dos folios y me salen tantas historias, ya verás”– hay niños que miran al cielo y estallan misiles. Y no es normal. Y no es un juego.