No celebro Halloween pero a veces me disfrazo, involuntariamente, para ser otra un rato y descansar de mis leyes, díscola militante. Desconocía hasta hace poco que un viernes negro era un black friday donde compras una barbacoa sin tener jardín, sólo porque es barata,  y no una mala cita de amor o un atentado sangriento en una discoteca parisina. No pienso celebrar Thanksgiving Day por mucho que estemos a dos minutos de asesinar pavos tal día como hoy y recemos para aliviar el peso de la conciencia por el holocausto avícola. Mis pavos los mato en Nochebuena, o los mataba. Porque hace años que en esta santa casa se mandó la tradición a pasear y se cena lo que nos pide el cuerpo y el paseo feliz por el mercado. A veces tete a tete, mi padre y yo. Y es muy extraordinario.

En esta mi familia somos poco disciplinados, quizás porque de niños éramos un cuartel. El día de Navidad comemos de bares con mi madre y quien se apunte y lleve calzado cómodo para conquistar las calles solitarias de un pueblo en desbandada a devorar en casa con furia, con una suegra y con el mantel de lino (y sí, el primer año no había ningún bar abierto y terminamos en un triste restaurante de hotel, de luces mortecinas, delante de un sandwich mixto, irreverentes. Pero fue una liberación,  y hasta mi tía J. con su muleta se sintió macarra y liberada por un día y no se pierde una aunque cada año le cueste más moverse).  

Nuestra antitradición se ha vuelto tradición, y la esperamos con ansia como esas migas del pastor de Nochevieja  al frío radical de un pueblo bien costroso de la Sierra más Pobre,  y ese trote de  hermanos por el campo para recibir el año nuevo entre cuchilladas de aire y encinas hiperbólicas.

La Tempestad

(Y a los regalos de Reyes los llamamos “un sorpresa”. Y tu amigo invisible raras veces lo es, y se amañan algunas papeletas. O se pierden, lo que otorga alta tensión al momento de buscar tu nombre en alguno de esos paquetes (mi hermano I. sabe de lo que hablo. Un año se quedó sin su “un sorpresa”, y ese rencor aún corre por sus venas). 

Ser iconoclasta es muy entretenido pero te aboca casi siempre a establecer una rutina que termina instalándose en tu calendario con un círculo rojo.  Ser rebelde a diario es de una antirebeldía pegajosa, agotadora. De ahí que nos busquemos el molde que recoja las salidas del molde. Una coartada feliz que nos sostenga.

Soy muy tradicional, si me lo propongo. Asquerosamente comme il fault, diría más. Beso con ganas y en lo oscuro bajo ramas de muérdago ficticias, camino del brazo con mis amigos y pierdo las recetas médicas y las multas de tráfico. Me hago la rubia si se me pincha una rueda, me gusta vestir bien para la ópera, y me santiguo al entrar en una iglesia. Las cosas que se rompen las arregla mi padre cuando viene, así que se pasan rotas, tradicionalmente, varios meses al año. Y ver la casa sembrada de sus huellas, trozos de cable, astillas de madera, la “herramienta”, es cálido y me recuerda a una infancia imperfecta que nos hizo apreciar como un milagro que las estanterías no se escoraran a babor o estribor, como barcos en una tempestad a lo Giorgione.

El bicho ajeno a su destino

No pienso celebrar Acción de Gracias, pero doy las gracias al portero si me recoge una multa que perderé seguro. Y los viernes nunca se llaman negros, para acompañar ese pesar por el gasto innecesario. Yo gasto a tutiplén de lunes a domingo, y al sentimiento black le llamo culpa, desazón, remordimiento. Y en casa es siempre Carnaval, mientras mi hija se disfrace con todo lo que pilla, y me prohíba hacer fotos, como si fuera -que lo es- una obra de arte en un museo. Como si ser otra persona y tener otra vida dependiera de un gorro y unas gafas de espía; de romperle la cara a la rutina. Eso que hacemos todos pero no le ponemos nombres en inglés para que otros conviertan el sentimiento en dólares.

Feliz día del pavo y los arándanos. Demos gracias por tanto, tantas veces.