Patti Smith
Patti Smith

Hace unas semanas adquirí una butaca gris para leer y, eventualmente, escribir. Debía recogerme pero no incitarme a la siesta. Abrigarme el gesto pero sin deformarse por la curva despistada y zigzagueante de mi espina dorsal. Enseguida mi madre entendió que necesitada un puf para apoyar los pies, y me regaló uno suyo -un cubo marrón anodino- que no pega demasiado pero cumple su propósito más que sobradamente. El rincón estaba listo.
(O casi porque ayer, en un arrebato de voracidad caprichosa, estuve a punto de comprar en el Rastro un par de delicadas mesitas auxiliares redondas de espejo y metal para cerrar el rincón, pero imaginé a mi Roomba saltando obstáculos -fatigosa y desnortada- y aparqué mis planes horrorvacuistas).
Luego, por la tarde, perpetré mi segundo chute de lectura morosa y sin interrupciones hasta rematar “Éramos unos niños, el libro de memorias de Patti Smith. Sonaba Bob Dylan por cortesía de Alexa, pero muy bajito.

Robert siempre me decía: “Nada está terminado hasta que tú lo ves”.

Me pareció una frase de amor extraordinaria. Rotunda, simple y desprovista de azúcar. Y más adelante, otra: “Habíamos sustituido nuestra soledad por confianza”.

Sabado noche

Patti Smith y Robert Mapplethorpe eran dos soledades que se amaron toda la vida, hasta que la desgarradora muerte de éste, víctima del sida, se llevó por delante una historia a la que la artista no ha puesto nunca un punto y final. Fue un amor diferente, alejado del canon convencional, limitado, absurdo y romántico con el que hemos crecido, pero voto a bríos que no encuentro una sola grieta en su pureza y en su entrega. En su lealtad y en su arraigo.
…Y sin embargo es raro encontrar una entrevista en la que Smith no tenga que salir al paso y dar explicaciones sobre la orientación sexual de Mapplethorpe. Como si el hecho de que en un momento dado él entendiera que su cuerpo militaba con más verdad en el edén secreto del deseo viril lo descalificara como devoto amante de una mujer. Como compañero y perpetrador de esa criatura que los unió para siempre. El Arte. Ese absoluto que lo devoraba todo. Y la solidaridad. Y la admiración salvaje y mutua.

Bronte

“Robert era un maestro en divinizar lo insignificante”, dice ella en un momento. Y yo subrayo y Bronte decide saltar al cubo marrón y encaramarse hasta hallar hueco en mi butaca de lectura para uno. Lo consigue y siento su lomo peludo y negro palpitando despachurrado bajo mi antebrazo. Suena “Like a Rolling Stone”. Sigo leyendo.
Me planteo que quizás hay algo que rompe la burbuja perfecta de esta relación. Su aparente asimetría, tal vez. Ella parece ponerse siempre detrás del genio y es una mujer algo escondida detrás de sí misma, de poesía y de su música, hasta que llega su momento. El fotógrafo se sorprenderá de que se le adelante en el camino de la gloria también llamada fama. Patti -elegante de huesos y ademanes- con sus camisas blancas masculinas compradas en el baratillo del Ejército de Salvación. Con sus americanas negras y sus pantalones pitillo. Con su pelo punk cortado por ella misma a tijeretazos y esa mirada desprovista de coquetería que interroga y seguramente no era/es fácil de mantener. Patti milagrosamente limpia de drogas y excesos, rara avis en aquél grupo que cimentó su leyenda dentro de las paredes del hotel Chelsey poniéndose de heroína, versos y vómitos de alcohol. Desde Janis Joplin a Burroghs y los beat. Una nutrida lista de muertos antes de cumplir los 30 años.
Y Robert, refinado y escandaloso. Bello y excéntrico. Provocador y yonqui. Chapero y ángel. Egocéntrico y endiosado de sí mismo. Dotado de una inteligencia irreverente y maldita. Pero dulce y tierno con un toque de obstinada inocencia a pesar de sus paseos por el satánico jardín de la oscuridad. Preocupado siempre por el dinero mientras que Patti salía a conseguirlo para ambos.

Patti móvil

Hay amores que se salen del guion y vuelan libres. No son perfectos, ninguno lo es, pero invitan a pensar que otros modelos son posibles. Que la confianza plena en una suma de soledades puede ser un pegamento mucho más consistente que el arrebato, el tedio a dos bandas y los niños merendando Nocilla en la cocina.

-Qué será de nosotros?, pregunté
-Siempre habrá un nosotros, respondió

Al final lloré como en uno de esos melodramas de época en blanco y negro. No porque se muriera Robert. No porque Patti esté condenada a vivir con ese desgarro para siempre. Sino porque hay mucha gente que se muere sin haber experimentado una unión tan pura, sostenida y eterna como la de ellos. O porque la soledad sigue viéndose a menudo como un estado incompleto del alma. Y eso alumbra demasiados muertos en pareja.