-¿A dónde te gustaría viajar?
-A un sitio con jet-lag.

Mi adolescente tiene raptos de imperioso sentido común en medio de su mundo alborotado. Uno no viaja hasta que el cuerpo se le vuelve extraño. La sensación de ir a contracorriente, despertar en medio de la noche y pensar: ¿dónde estoy? es la que nos da la medida del viaje. El extrañamiento, digamos, como regla número uno del desplazamiento. Algunos, para eso, no precisan moverse de su casa. Benditos sean.

Un adolescente es un ser en continuo jet-lag. Las piernas de ayer no son las de hoy. Los pensamientos, volátiles, migraron a otras costas. La mochila, siempre llena, puede volcarse de súbito y componer un collage de desesperación en medio del cuarto donde ayer no había ese póster ni sonaba la misma música. Los cambios, esos que nos hacen sentir tan vivos, provocan irritación en los demás. Sobre todo en los padres. Pero ahora pienso que es por envidia de aquellos días móviles donde a una emoción le seguía la siguiente y no había biodramina para aterrizajes forzosos.

Hacerse mayor es poner todo tipo de medidas para adaptar el tiempo a la memoria. Una lástima. Las ideas en tránsito suelen ser las más fecundas. Las personas que conocemos en un viaje siempre tienen interés.  El mismo libro leído entre bostezos en una madrugada del Caribe parece tener un intratexto que te atrapa y proyecta hacia otro reino donde las normas semánticas, sintácticas y desde luego la retórica tienen vida propia. El jet lag, se me ocurre, es lisérgico y adictivo, pero las autoridades norteamericanas aún no se han enterado y en las fronteras no te detienen.

-¿Motivo del viaje?, señorita
-Concurso mundial de coctelería.

El tipo te mira de arriba abajo y ahora sí sospecha. No puede imaginarte agitando una coctelera con Bacardí superior, Pedro Ximénez y unas gotas de limón, entre otros prodigios. Hubiera sido mucho más honesto responder: “Buscaba un sitio con jet lag garantizado, mi amol”, como hubiera hecho mi querida adolescente. Y una cosa me llevó a la otra, porque los cócteles siempre te proyectan a la pista y de ahí a sentir que esos brazos y esas piernas no son tuyos hay un paso y puede que un tropezón.

Los estados intermedios. Aquellos en los que uno no es del todo uno. Podría enamorarse de un hombre o de un cuerpo de baile en una plaza de madrugada. Podría escribir la desmemoria y echarla al mar en una botella, para reencontrarla un siglo después sin reconocer su autoría.

Quiero ser yo, pero no del todo. Quiero sorpresa asegurada. Despertar en una cama que no sea la mía, buscar el manual de instrucciones de una cafetera, atracar el mini bar y dejar los zapatos dispersos por la habitación, como si la música se hubiera detenido justo cuando empezaba a sospechar que esa mujer extraña era una versión de cierta adolescente que conocí un día y que aún se deja llevar por las deshoras y los desmomentos.

Viajar, tal vez volver. Y ponerse de melatonina para entrar a la fuerza en la atmósfera, como un cohete programado. Y ese mismo día empezar a trazar un plan de fuga, con la complicidad de un reloj que siempre marca las tres de la mañana.