Mi querida Big-Bang:

Lo peor que le puede pasar a una mujer que se enfunda un Lanvin epatante es llegar a la fiesta y comprobar que hay una horda de macizas que le sacan dos palmos, rubias naturales y con apellidos rusos. Entonces sufre una suerte de efecto menguante súbito y el maquillaje empieza a brillar en un efecto gusiluz demoledor para el photocall. Que te brille la cara es peor que se te rompan las medias a la altura de la rodilla, un suponer, o que el tonto de turno (que no suele ser ruso, sino material tarado del país) te tire su copa de pisco justo en el escote. Hay hecatombes peores, sí, pero no están en este mundo de luz y de color que habito.

La competencia entre mujeres es sana, desde luego. Basta con meterse en un ring de barro y tirarse de los pelos para dirimir quién es la más. Yo ya me he retirado de la competición porque no me gusta despeinarme y porque el único barro que trabajo es el del Mar Muerto sobre mi piel, por aquello de los efectos tensores. En real life me parece un desperdicio inútil competir con dos pivones de espaldas infinitas y conversación espumosa, que cuando atisban un flash componen la sonrisa más bella del universo y te proyectan con un golpe de cadera al rincón de Cenicienta, donde siempre hay una barra de bar y un coctelero haciendo malabarismos par las mujeres terrenales. O sea, yo misma.

Anoche andábamos mi Lanvin y yo culebreando en la gran fiesta del otoño cuando vi a cierta famosa con fama de fantástica huyendo como yo de las rusas siderales. Dado que íbamos a competir por la copa, nos saludamos, y la jodía fingió conocerme muy bien. El viejo truco de las que se cuelan, porque a ésta nadie la había invitado, lo sabré yo, que me pasé peinando la lista con mi jefa la tarde anterior. “Bueno, no sabes el shock. El otro día en el aeropuerto de Nueva York estaban proyectando imágenes de las portadas de tu revista, y de repente me vi yo a tamaño gigante!!!”. ¿En serioooooooooooooooo? respondí sobreactuada, y con la satisfación de comprobar in person que hay famas que se basan en hechos reales, como las pelis caspa de los domingos por la tarde.

Sí, estaba yo ante el mito de los ochenta, y podía humillarla y llamar a seguridad. Pero una voz interior me dijo: “para el carro, tonta, que si echas a las de cincuenta años recauchutadas de bótox te vas a quedar sola con las hijas de Putin, y a ver cómo lo resuelves si no es con un delirium tremens”. Así que enjareté otro pisco con su angostura flotando justo in the middle y pegué la hebra con la fantástica y un macizo que se nos unió, hasta que la mujer amenazó con hacerme confidencias siderales. Momento en el que vacié mi copa en su escote -también recauchutado- y puse pies en polvorosa.

Cien encuentros en la tercera fase después entendí que era el momento de retirarse. Mis pies habían doblado su volumen por efecto de unos tacones diseñados por la santa Inquisición y mi rouge rojo sangre de pichón no admitía más repasaditas. Quería descalzarme in situ, pero eso sólo puedes hacerlo si te llamas Ava Gardner y te la sudan las rusas lánguidas. Así que esperé a entrar en el taxi, descangallada, y en un perfecto ruso indiqué la dirección al conductor. Yo sola, por fin, sin más competencia a la vista que los neones de la ciudad.