Las fronteras entre la infancia y el mundo adulto no siempre están bien definidas.

En la película Moonrise Kingdom los adultos son niños que no han saldado cuentas pendientes y resultan de una grotesca puerilidad. Los niños, por el contrario, mantienen intacta su inocencia pero toman decisiones, se arriesgan y aman. Y el espectáculo da que pensar.

Como siempre que hablo de una película, aviso de que no tengo madera de crítica, ni tampoco talento. Pero la ultima de Wes Anderson me ha dejado pegada a una pantalla  de créditos donde aparecen algunos de los nombres de mis actores adorados: Edward Norton, Harvey Keitel o Frances McDormand -además de una irreconocible Tilda Swinton-, que ceden gustosos el protagonismo a una panda de niños capaces de contar una historia con la mirada y, sobre todo, con la determinación.

Las personas más inmaduras que conozco lo son porque no deciden nada en su vida. Se dejan llevar por la corriente y esperan que las aguas los arrastren a un lado o a otro de la orilla. Son ese chico que nunca se atrevió a sacarte a bailar no por timidez sino por terror a que le dijeras que no, o esa niña obediente que nunca plantó cara a las órdenes absurdas y arbitrarias de las monjas.

El chaval de Moonrise Kingdom es feo y desgarbado, pero si yo tuviera hoy doce años me enamoraría perdidamente de él. Cuando irrumpe en el vestuario de las chicas y clava la mirada en la que será su gran amor. Cuando marca con un palo el límite de su aguante ante el avance de los malos. Y, decididamente, cuando baila en calzoncillos con su chica en una playa pequeña como ellos, sin miedo a lo que vendrá después, en  una de las secuencias más bellas de cine que he visto en los últimos tiempos.

Ser mayor es decirle al otro que no vas a tragar un segundo más su arrogancia. Es escapar de un lugar donde nadie te quiere y ponerte a construir tu castillo personal en medio de la nada. Ser mayor es decirle a la chica, al chico, que fugarse es la metáfora de la determinación, que es ahora o nunca, que el tiempo de los cobardes suele congelarse en el mundo de los adultos, y que a decir sí quiero o no te quiero se aprende de pequeño, entre cajas de cartón y puntas de flecha donde un adulto pazguato -ay, qué grande eres, Edward Norton- juega dirigir a un grupo de niños que le dan sopas con honda.

Cuando eres pequeño sientes que los adultos no han entendido nada. Tu realidad es “la” realidad y los mayores se te antojan fantoches vendidos a la masacre de sus ilusiones enterradas, a trabajos que han aceptado por dinero o por pura necesidad, a historias de amor que nunca los llenaron de otra cosa que no fuera melancolía. Los mayores son perdedores que perdieron su oportunidad como pierden la figura, el pelo, la capacidad de fabular. Y entonces les quedan las normas, las órdenes, los rituales de campamento scout.  Y tú eres niño y a veces te rebelas, y esperas a la vuelta de la esquina la venganza del paso de los años. Y no llega, y el pequeño que fue cobarde es un adulto resentido, un jefe inseguro y  cabrón, un marido que sueña con otra cada anoche. 

Y entonces llegan una peli que se llama Moonrise Kingdom y se te queda una cara de tristeza, un gesto de asombro porque te muestra una realidad amarga. Que a veces eres mayor y no has crecido, y el uniforme scout en tu cuerpo es decididamente grotesco. Y te dan ganas de llorar, porque todos los niños te están juzgando con la vista mientras no han dejado de bailar con sus chicas amadas en la orilla.

Ser mayor es haber aprendido a decidir a tiempo.

PD. Los niños que huyen en esta película llevan libros de aventuras en la maleta, y gomas para el pelo. No se me ocurre nada más práctico, nada más maduro.