Brontë
 P { margin-bottom: 0.21cm;Naturalmente, yo no quería un perro. Y tenía poderosos argumentos, bastante convencionales y aburridos:
-Es una esclavitud.
Las casas con perro huelen
a perro
y están llenas de pelos de perro.
-Tus hijas te jurarán por
sus vidas que lo sacarán todos los días, que tú jamás
recogerás una caca con tus manos, que si ladra se lo llevarán para
que puedas escribir… Y tú acabarás madrugando,
renunciando a la siesta y trasnochando para sacarle a la calle. Haga
frío, calor, tiemble el suelo o el viento sacuda tus hombros y se
arremoline en tus botas.
Cuando el perro se muera
sufrirás un dolor muy seco y ardiente. Como un aullido en el tímpano
que no se apaga
, que va mitigándose con el paso de los días y el calor
de las lágrimas. Cuando éstas dejen de saber a sal, será que el duelo
ha terminado. O eso dicen.
-Y entonces buscarás otro
perro aunque juraste que nunca más, pero todo el mundo te dirá que
un clavo saca a otro clavo -no en el amor de novios pero sí en el
amor perruno-
y claudicarás y volverás a enamorarte y a entregar tu
corazón de terciopelo añejo a otro bicho peludo que trotará a tu
alrededor y te chupará sin usura cada centímetro de tu cara, de tus pies, de tus orejas.
Y te oirás decir todo eso que te decían “esos frikis con perro”:
Que es incondicional. Más
que cualquier amante, más que tu mejor jersey de bolas.
Que te mira con una mirada
profundamente humana. Compasiva, interrogante. De una comprensión tan
sobrecogedora que te preguntas si no será una reencarnación de
alguien que te quiso mucho y quiere decirte algo.
Y han pasado cinco, diez,
quince, años desde que tu hija mayor empezó a pedirte un perro,
como hacen todos los hijos según guión preestablecido. Y no menos
de diez desde que a su letanía se unió su insistente hermana -la Artista Antes
llamada Minichuki-. Y astutamente llegaron a proponerte un trato que nadie puede rechazar : “Si no piensas darnos un hermano, al menos danos un perro, por favooooooooor”.

Y un día, no sabes muy
bien por qué, tu NO rotundo se transforma en un “¿Y si?”
Porque miras tu vida y
entiendes lo mucho que se ha movido tu paisaje. Una vorágine de
cambios que empiezan con un sentimiento poderoso y perdurable, siguen con un sueño
cumplido -casa con patio en un pueblo- y acaban con tiempo
-segundos, minutos, horas…- despoblado de telarañas en la cabeza.
Y empiezas a considerar
que es el momento. Que lo mismo lo que ese animal va a darte es mucho
más de lo que nunca te pedirá.
Y tus hijas atisban esa
grieta, llámalo titubeo, y se cuelan por ella como agua de lluvia furiosa por un
tejado roto. Y te muestran una, dos, decenas de fotos de perritos
adorables y perfectos, chuchos canallas o aristócratas, al grito de “se adopta”
.
Y les adviertes, como si tu voz no fuera tuya: “De acuerdo, pero yo tengo el voto veto,
la acción de oro. Y el cachorro no podrá ser un adulto más alto
que el sofá de casa. Ni una rata enana”.
Y empieza un casting que
termina con Brontë en nuestros brazos
. Negro azabache, de elegantes
orejas largas y una mancha blanca en el pecho que muestra para que le
rasques mientras te clava sin saña sus dientes de leche. Trotón, torpe y tembloroso el primer día.
Cocker Spaniel. Cazador, nervioso, dependiente (según rezan los tratados perrunos) 
Y han pasado menos de dos
semanas y ya es uno más en la familia, ese lugar común. Con algunas destacadas
ventajas sobre tus hijas, como que siempre te saluda como si fuera el
día de tu cumpleaños
y se deja mimar a todas horas.  Y ya sube escaleras, y no tiembla, y entiende antes que tú los crujidos, las sombras, los olores..
Naturalmente, no he
cumplido mis juramentos. Limpio pises y cacas. Le dejo morder mis
zapatillas y si gime porque intentamos que se acostumbre a estar
solo algún tiempo se me rompe el corazón.
Y sí, se llama Brontë
aunque sea macho, porque nos gustó mucho y total es un apellido insigne que nada malo puede presagiar.
Pero a veces se me escapa y me dirijo a “ella” y es posible que
termine causándole un trastorno de confusión de género. 

Pero quién
dijo miedo.

Y no sé cómo explicar la
sensación de escribir con el monte a un lado, en esos tonos ocres
del verano y mi perro, nuestro perro, a mis pies. Apoyando siempre su
cabeza para sentirme. Defensor y leal. Aun tan pequeño.
“Llegaste en el Momento”, le
diré cuando sea mayor y siga cerca. Y le deberé tanto que creo que debo ya a empezar a devolvérselo.