Esperanza Pedreño

Difícil sobrevivir a Angélica Liddell. Es una perra rabiosa que rezuma talento de hiel por cada colmillo.

Por ejemplo:

“Si una gran familia, o pequeña familia, te invita a sentarte en su mesa de bodas, desconfía. Los invitados son necesarios para fingir normalidad, incluso felicidad. Gracias a los invitados las familias consiguen sobrevivir a su podredumbre, encuentran a alguien a quien juzgar para no juzgarse a sí mismos. (…) Cada invitación les mantiene vivos una semana o algo más. Las familias te utilizan, te infectan y luego se deshacen de ti” (El centro del mundo. Ed La Uña Rota).

Ayer, en el teatro, Mi relación con la comida. Una obra que estuvo inicialmente programada para cuatro semanas y que lleva meses golpeando incautos con sus escupitajos dialécticos. Un monólogo de la catalana furiosa interpretado por una actriz, Esperanza Pedreño (la Maricarmen Cañizares de “Cámara café”), que se hizo cargo de la obra porque se le había agotado el paro y tenía que alimentar a su bebé recién nacido en el escaño de su hogar. Así que dicho y hecho. Asumió que cada noche aullaría una hora y media retorciéndose de rabia sobre el escenario e incomodando al público. ¿Que el teatro y la cultura son entretenimientos? Ja! Aquí habeís venido a sufrir patadas en el hígado. Con un texto violento que alterna gemidos y escatología; insultos y poesía de la mugre. Ácido sulfúrico. Y que te garantiza una digestión pesada y mucha discusión a los postres. Seas quien seas, eres interpelado en tus postureos, tu esnobismo de pro, tu falso espíritu combativo, tu resistencia a contemplar las cucarachas de caen del techo, tu racismo embozado, tu indecencia disfrazada de savoir faire. Tus cimientos del carajo.

Cañizares, en Cámara Café

Y sí, hay demagogia. Pero me parece que se admite como animal de compañía si viene empaquetada en ese celofán resistente que es el texto, y lo interpreta sin desmayo esa mujer breve que se desangra sobre las tablas mientras desmonta su vestido con gestos tragicómicos y voces demacradas, con unas castañuelas que me sobran y una puesta en escena sostenida sobre palabras o balazos escritos en tiza sobre el suelo.

(Un plan de viernes noche como otro cualquiera)

Y en plena representación se me sienta la actriz y me incomoda con su mirada. Como tiene que ser. Hace un momento ha denostado a la secta de los que entienden de vinos para poder fardar de que entienden de vinos. Ese mundo pequeño con su lenguaje propio de añadas, variedades y retrogustos. Entonces recuerdo las palabras de S.P sobre los pijos: “Ser pijo exige una cierta limitación intelectual que es la otra faz de un cierto aplomo. (…) El pijo, la pija, pisa con notable firmeza su limitado territorio mental/lingüistico, y se asombra delicadamente con lo ajeno. (…) Existe un lenguaje pijo, un código entre candoroso y arrogante”.

Si bebes, no conduzcas. Si juegas con Angélica, date por jodido (ella no me perdonaría más finura). Si quieres hablar de pájaros y flores, lee poesía de sombras chinescas.  

Si te va la vida en ver buen teatro, teatro de combate si es preciso, apura que a la obra le quedan dos suspiros. Y espero que a Esperanza le ofrezcan más trabajo, porque se ha rebozado enterita en barro y pestilencia bien temperada. Su hijo puede estar bien orgulloso de esta mujer que dejó su candidez en la máquina de un café, ha cogido el cuchillo y anda pegándose cortes en los brazos y en las piernas. Igualita que Angélica.