Mi querida Big-Bang:

Mi amiga A-3 me pide que hable de la lactancia materna para que su hermana, pediatra, recite mis versos en un congreso médico. “Chitina, le digo, si tu hermana me parafrasea la echan del gremio ipso facto. Pocas cosas hay en mi vida más funestas que la lactancia terrorista ésa”. Esa época sórdida en la que conviertes una de tus armas de sex appeal pesado en una vaquería abierta 24 horas. Sin duda, una venganza de la naturaleza.

Pero mi lealtad hacia las compañeras de pupitre es inquebrantable, así que allá va mi historia:

Yo tenía unas tetas irresistibles. Un día tuve una chuki y se agarró a ellas con la saña de un cocodrilo. “Dale, dale”, insistía la enfermera, mientras yo luchaba por colocar aquella alimaña con mocos en el lugar exacto según los 22 manuales de la cosa que, como buena primeriza pánfila, había consultado. Yo era una mujer obediente con las tetas, con perdón, en su sitio y la convicción de que nada había tan natural como dar de mamar a tu bebé. Ja!

Había estudiado la materia a conciencia, insisto, pero la chuki venía, ya de serie, sin haber hecho los deberes (un continuum que se repitiría a lo largo de los años, hasta la fecha). Cada tres horas, cada dos, cada media, el bicho daba entender con gruñidos in crescendo hasta terminar en alaridos, que tenía más hambre que el perro Lucas. Yo me acercaba a la cuna con terror, como si allí dentro estuviera el bebé de Rose Mary en “La semilla del diablo”, y agarraba a la depredadora con sumo cuidado. Me sentaba, sacaba la ubre nº 1, me encomendaba al altísimo y colocaba a la bestezuela en la diana.

Lo que venía después era gore duro. Forcejeo, alaridos (los míos, esta vez) y unos mordiscos que ya los hubiera querido para sí mi adorado conde Drácula. Aquella vampira había nacido con caninos, incisivos y hasta muelas, aunque sólo yo podía sentirlo. Yo me dejaba hacer por aquello de que la lactancia natural debía ser así, pero suspiraba por meterle un biberón con la tetina XXL, cerrarle las fauces y salir corriendo.

Lo que sigue son mis peregrinaciones a urgencias, mis fiebres por mastitis y otros sucedidos que ahorraré al respetable, porque son de mal gusto y ahuyentan a las madres jóvenes con buenos propósitos. Eso sí, cada semana pedía cita con el doctor Goizueta, un señor con labio leporino y tartaja que recibía al bicho con los brazos abiertos y a mis tetas con desdén:

-Doctor Goizueta, doctor Goizueta, por el amor de dios, ¿podría ya dejar de darle el pecho a mi bebé? (nótese que la llamaba bebé, como hacen las madres, para que no notara mi animadversión)

-La niña está pre-preciosa -decía sin vocalizar- es una pena que lo deje ahora, son sus defensas para toda la vida.
-¿Y qué me dice de mis defensas exhaustas? , refería yo, mostrándole mi escote.
-Eso se cura con una pomada, ya verá. Sobre todo no le dé el pecho con miedo, que la criatura se estresa.
-(No te fastidia, pensaba yo, ¿y mi estrés no le importa??) Y en realidad decía: “bueno, dr Leporino, intentaré darle una semana más y luego corto, ¿ehhhhhh?”

Así pasaron mis días, con el suti horroroso siempre a la remanguillé, mis pechos en carne viva y mi chuki engordando feliz, la jodía, ajena al Puerto Hurraco que montaba cada vez que le tocaba comer. Yo lloraba por las esquinas, me sacaba la leche con un aparato infernal, a todas horas, incluso de madrugada, mientras maldecía a la naturaleza y al dr Leporino, ese chungo que firmaba mi sentencia de muerte una vez a la semana.

Un buen día Leporino consideró que la calidad de mi producto era defectuosa y había que cambiar de estrategia. Welcome home, biberón! Hice una fiesta que ríete de las Fallas, y mis relaciones con el bicho mejoraron sensiblemente. Por no decir mi sex appeal.

¿Cómo termina esta historia? Veamos, creo que bien. Casi seis años después nació chuki-2 y también quería comer menú natural, la muy lista. Para entonces yo era una mujer hecha y derecha, con las tetas again en su sitio y la determinación de que si esta imitaba a su hermana comería filete con patatas desde el minuto uno.

Pero se obró el milagro y esta vez la enfermera que me aistió se tomó la molestia de enseñarle el protocolo del mordisco al bicho, de manera que yo apenas sentía un tironcillo. Fuimos felices, ella y yo, en aquellos ratos de amor gastronómico que me reconciliaron con la madre naturaleza. Superé una fobia y dejaron de invitarme a los congresos internacionales del biberón, donde mi activismo y sobreactuación convencía a propios y extraños de las bondades de la leche en polvo.

Me llamo X y un día odié a una chuki por maltrato lactante. Hoy la niña devora tres platos y postre en 0,2 minutos. Tiene buen pelo, mejor color de piel y no se pone enferma ja la maten. Pero a veces, apenas unos segundos, sigo mirándola con prevención y ella a mí. Luego me la como a besos para compensar un viejo rencor.

¿Las tetas? Ah, eso….Bien, gracias.