Situación: parking de uno de esos horribles malls al estilo nacional donde las familias siempre parece que van en chándal o casi porque “es cómodo y calentito” y las adolescentes engañan a sus madres colando de rondón unas bragas rojas transparentes “porque dan suerte, mama” (“sí, ese tipo de suerte”, pensaba  yo esta mañana, porque las madres ajenas somos siempre más listas que las propias).

En el parking, digo, minutos antes, un hombre me señala a la matrícula de mi coche: “estás a punto de perderla”. Y yo me hago la que se acaba de dar cuenta, cuando los pegotes de cinta americana que la bordean dan buena fe de mi dejadez. El coche es la última de mis prioridades y la placa se rompió en verano. Si mi padre se entera, me va a caer la misma bronca que si mi madre descubriera el tanga rojo acrilico en la bolsa de la compra a mis quince años. Pero he venido a comprar regalos navideños y debo concentrarme en mi objetivo. La dispersión es el peor enemigo de Papá Noel, de David Copperfield y de Dexter. 

Como cada año, no me he molestado en hacer la lista. Ninguna lista: ni la de los sobrinos, ni la de los regalos. O sea, que voy como vaca sin cencerro, esa expresión tan chula que implica alborozo y miopía a partes iguales. Pero con mucha fe y la sensación de que si hoy no remato, me quedaré en las puertas y podré pasar el resto de la Navidad holgando como un abejorro despreocupado.

-Hola, ¿qué tal estás?

No, no es un error. El dependiente de la macrotienda me está preguntando y no parece que me quiera vender un dos por uno a precio de tres. Me quedo un poco descolocada y al fin respondo:

-Bien…Bueno, aturdida. Las compras sin lista me ponen nerviosa.
-Ya…¿y por qué no te haces una lista?
-Porque así tiene más emoción y porque no soy una mujer práctica, sino errática. Y porque esta mañana no quería encontrarme al portero dado que no pienso darle aguinaldo ya que es un hijo de Satanás, pero para ello debía salir antes de las diez, que es cuando él termina de fregar la escalera. Y se me ha echado el tiempo encima porque anoche tenía insomnio y me tomé una Dormidina enterita, no media como acostumbro. Así que hoy, con el colocón,  debía elegir entre café o lista de regalos.
-Vale, pues si puedo ayudarte búscame. Me llamo Javier.

Si un hombre que se llama Javier se te ofrece en Decatlón tienes dos opciones: invitarle a un café, dado que es guapo que te mueres, o ser responsable y batirte el cobre por los pasillos desorientada perdida pese a que pronto descubrirás que están ordenados por deportes. O más bien, te lo hará saber Javier -alto, moreno y demasiado joven para tus estándares 2013-. “Mira, la ropa de correr está en running”.
-Vale, gracias…Javier.

Sí, he renunciado a este hombre porque tengo una misión, y como mujer caótica me toca recorrer cada uno de los pasillos del infierno exceptuando tres, que considero innecesarios: Pesca, golf y equitación. Satisfecha de mi agudo olfato para desestimar secciones, arramblo con unos cuantos regalillos y salgo victoriosa a depositarlos en el maletero.

-Me han robado el coche.

Las desorientadas tenemos un problema con los parking: jamás encontramos el sitio donde dejamos el coche. Así que suelo valerme de trucos nemotécticos para recordar letra y número. Por ejemplo: plaza V-666: “Vicente el endemoniado”. De modo que cuando termino el shopping solo tengo que acordarme de Vicente, pero bien puede pasar que recuerde Manuel Satánico o el conde Drácula. Y así pasan los minutos de un extremo al otro del subterráneo, hasta que invariablemente exclamo: “Me han robado el coche”.

Tras proferir la exclamación he ido al vigilante del parking, un chico rubio de cejas depiladas y muy voluntarioso:

-Oiga, ¿aquí roban coches?
-Pues intentamos que no…¿Dónde lo has dejado?
-En una de esas tres filas, no estoy segura.
-Ya, ya la he visto recorrerlas varias veces…¿Modelo y matrícula?
-No me la sé. Es un Volkswagen negro Jetta.
-¿No se sabe su matrícula?

-Tengo demasiadas cosas en la cabeza. Y la matrícula está rota.

Mi depilado ha encendido el pinganillo: “A todas las unidades, buscamos un Jetta Negro, con la matrícula arrastrando”…¿No será ese, señorita? (señalando mi coche, diez metros más allá)
-Ay, sí, que va a ser ese.
-Vamos a ver esa matrícula.

El hombre se ha arrodillado y ha convenido conmigo que era mejor arrancarla del todo -“para poca salud, ninguna”, que diría mi  padre- y enseguida se ha sentido protector frente a rubia tonta y desmemoriada cargada de bolsas.

-Ahora cuando llegue a casa le dice a su marido que se ocupe de llevar el coche al taller.
-No tengo marido.
-Ah…Pues qué raro. ¿Cómo es que no tiene marido?

Debo reconocer que estoy preparada para contestar de inmediato a una larga lista de preguntas, incluyendo las indiscretas e impertinentes, pero esta me ha dejado muy descolocada.

-Pues no sé, pero ya veo que necesito uno de urgencia para que me ayude con las ñapas del coche y, de paso, me acompañe a hacer las compras navideñas y me ofrezca su hombro para llorar cada vez que me desespero porque no encuentro el p–o coche (con perdón). Muchas gracias por su ayuda y feliz Navidad.
-Feliz Navidad, señorita.