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“Uno
no puede moverse ni un palmo respecto al lugar donde está su
corazón”, dice Leonard en “Clarissa” (Editorial Acantilado), la última novela de Stefan
Zweig
, y apenas unas líneas antes sentencia que “los cargos
importantes son peligrosos para los hombres mediocres, les cambian el
carácter cuando deben sobrepasar sus propios límites
”. 
Ay,
Clarissa, cómo entiendo que te estés enamorando de este hombre, sea
cual sea vuestro destino. Te leo junto al mar, que bate cantábrico y falsamente calmo unos metros más abajo, superada la franja de
helechos y hierba primorosamente segada por unas manos que no ves.
Apoyada en una mesa de madera tosca, la brisa lateral despeinando la
crin que es mi pelo cuando coquetea con la sal húmeda que aquí no
huele a nada. Graznidos de gaviotas discretas, que no se posan cerca
por no inquietar tu lectura. La vida por delante.
Me
inquieta no estar inquieta
, lo digo y se me recrimina dulcemente: “Tu
cabeza es una turbina, no descansa un instante”. Si no apunto y
cazo al vuelo pensamientos no soy, así que arrastro mi cuaderno
verde allá donde me empujan mis pasos, ansiosa de captar un
síntoma que anuncie quizás que me he puesto una venda al miedo como
los mozos se ajustan la faja antes de vomitarse en la cuesta de Santo
Domingo cada mañana: “¡A San Fermín venimos, por ser nuestro
patroooooón…”. Rituales que nos construyen, refuerzan los goznes
de nuestras bisagras y nos dan metros de vuelo.
Mi
corazón, diría, está libre de cargas
, como los buenos pisos. No
albergo rencor ni mala baba contra quien me apartó de su reino. No
puede tocarme, ni siquiera rozarme con sus balas. Compruebo satisfecha que
nunca he sido lo que rezaba el membrete del sobre que
me anuncia. Sobrepasar los límites es no tener límites, no
sentirlos y ya está. Ahí afuera hay un ejército de sirenas
cantarinas y he decidido darles audiencia a todas ellas, por turnos algo
laxos y con parada obligatoria para dormir la siesta.
Caigo
a plomo, despierto como en un ataúd y pido línea conmigo misma.
Paseo en compañía, a ratos en silencio, admirada de lo que la
naturaleza es capaz de construir si se la deja libre y tranquila.
Así
como me siento, calzada con mis botas de siempre, tantos años
guiando unos pasos que repiten el hilo de vibrantes pensamientos a
ratos inconexos. Y sin embargo okupan una página, y otra,
obstinadamente, y se les deja estar aunque divaguen. Las grandes
ideas nacen deshilachadas, eso pienso.
Y
entretanto aprendo de Stefan Zweig, de su prosa fecunda y elegante,
sin malabares de brillo y purpurina, y me asombran sus descripciones
meticulosas, precisas, de personaje, y las subrayo para intentar
apoderarme del secreto de esa técnica aparentemente sencilla que
encierra un tesoro ilusionante como los de los viejos cofres
que encuentras en la orilla del mar.
Y
es tan verano que estoy hiperactiva, y de tantos proyectos casi
vuelo, y no albergo una micra de desaliento. Nunca fui mis tacones,
sólo me elevaron del suelo como un trampolín en la piscina
olímpica. Estoy, así lo siento, donde mi corazón, querido Leonard.
Mi cerebro excitado, los pies en línea de salida a punto de escuchar
el disparo que anuncia otra carrera. Poderosa y febril, humildemente
vuestra.