La Madre. Sorolla

La cama de mamá es el consuelo. El origen de todo, sus piernas y sus brazos. El calor trasnochado, el frío inquieto y plomo de la madrugada. La ternura sin alas. El cobijo con caldo de gallina.

 “Volví entonces a la cama, busqué en la almohada el olor de la sal que los cabellos de Marie habían dejado en ella y dormí hasta las diez. Me quedé fumando cigarrillos, siempre acostado, hasta mediodía“.

Albert Camus siente debilidad por la cama. Su Extranjero se acuesta, se levanta o se sienta en el borde y recibe. (Sin ventilar la habitación, suponemos, con el aroma acre a humanidad envolviéndote hasta la asfixia, suponiendo que tú fueras la visita).

Y entonces es mi hija: “Mamá, me duele mucho la cabeza pero no es lo de siempre. Me encuentro fatal, no he dormido”. Y me conmueve mi niña -ya mujer- tan sola y tan de noche sin querer perturbar el sueño de su madre. Y le preparo -hace un rato- un zumo de limón con miel más su pastilla. Y le ofrezco en susurros: ¿Quieres acostarte en mi cama, chitina? Y ella que sí, temblorosa y con ojeras bruscas y negras de vigilia.

Plan de fuga

Y corro a estirar las sábamas y acomodo el edredón en las esquinas. Parece que esta noche se ha librado un combate, aún late el calor entre los pliegues aunque hace rato ya que la abandoné después de despertar de una atroz pesadilla. Me perdía en el pueblo de Asturias a donde siempre vuelvo. Confundía el camino a la playa, ese muro de piedra majestuoso, y aparecía en un lodozal plagado de babosas. Una y otra vez. Con mis Nike cada vez más sucias y la desolada certeza de que no había salida.

El miedo a perderme es el Gran Miedo.

Y espanto ese temor antes de que ella se acueste y me lo herede. Por suerte duermo siempre con la ventana abierta, haya viento o tempestad, y mi respiración se ha evaporado. Coloco con delicadeza las cuatro esquinas y aliso las arrugas de las almohadas. Saco el cojín de las rodillas -a ella no le hace falta. Aún no ha tenido tiempo de acumular manías, menos durante el sueño-. Corrijo los desmanes del embozo. La llamo: Vente.

Llega con pasos torpes, se sumerge en mi cama, la arropo como entonces y le beso la frente. “Gracias, mami”. Y me apena no poder hacer más, y encuentro que es un bulto de niña, que ha menguado a pesar de que hace tiempo que desafió mi estatura.

La cama es el lugar donde morimos cada día. Donde recuperamos la infancia fugitiva, donde invocamos soledad, sexo y liturgias. Lecturas a destajo, interrumpidas. Todo, menos comer. Las migas son puntas de alfiler cuando te tumbas, como lo son los granos de arena de la playa (recuerdo esos viajes de juventud primera cuando el azote de sol te hacía tumbarte al volver de la playa y rebozar las sábanas; aquel polvillo microscópico de salitre se quedaba a vivir, y era molesto acostarse. De ahí mi fobia a las partículas. A todas las partículas pequeñas.

¿De verdad dejas que tus amigos duerman la siesta en la cama?, clamaba ayer mi hermana. “No me parece normal que un amigo se acueste cuando lo invitas a comer”. “Estás llena de prejuicios”, contesté con desdén y se molestó con razón. Yo dejo mi cama a quien me da la gana, y no soy precisamente generosa. Pero es un gesto de mucha confianza que te pidan dormir y tú concedas el placer del máximo abandono. Y mi hermana tuerce el gesto y se encoge de hombros.

Anoche horizontal, recordaba las palabras del artista Juan Giralt en el Reina Sofía. “Casi toda mi vida pictórica he batallado por sacudirme las sucesivas prisiones en las que me he encerrado, a veces por poco tiempo, otras por demasiado”. Y luego Ignasi Aballí, sus secuencias irónicas. Palabras desmembradas, colores y estrategias nada simples en salas muy desnudas donde apenas entraba nadie y se perdían nuestros pasos.

Buscando escaleras, y ventanas y fugas. (Lo mismo esa escapada sin éxito ha sido la causa del sueño turbio. O el propio Albert Camus. O la mezcla de tres).

Y hoy.

La casa está en silencio, mis chicas duermen. O al menos respiran lento, como los confiados.

La cama es el tormento y es la tregua. Bendito sea tu sueño.

PD. Gracias por tanto oboe. Sumergida me encuentro.