Un capitán de barco es un tipo en el que confías simplemente porque lleva uniforme. Si yo me pusiera el disfraz de policía de Minichuki sería poco de fiar. Tampoco creo que las estiradas azafatas de Iberia, que nunca estuvieron tan buenas como las de la Pan Am, me salvaran de una muerte segura, ni siquiera de las vomitonas con que suelo acompañar algunos viajes,  si el avión empezara a caer en el vacío.

En suma, no entiendo quién inventó el poder del uniforme, de los galones. Quién hizo dioses al conductor de autobuses, al bedel de instituto y a la asistenta negra con enaguas de “Lo que el Viento se llevó”.

En toda casa de español de clase media hay un marco de plata o imitación con la jura de bandera del niño. Otro con la niña vestida de comunión y un tercero de la boda de los padres. Los días presuntamente importantes en nuestras vidas nos da por disfrazarnos (y debo incluir el entierro, porque a los muertos también los maquean en el tanatorio). De ahí que nos ponga tan cachondos el travestismo de las chirigotas de Cádiz, poder ser un rato otra persona. Un sátiro, una puta o San Pedro con las llaves a la entrada del cielo.

Ser, o no ser. Pero sobre todo parecer. En el fondo el disfraz nos otorga licencia para matar, pero también para abandonar el Concordia, ese trasatlántico encallado a su suerte con cinco mil turistas confiados en la impecable chaqueta blanca de los marineros. Ripley logró ser aquel ser al que envidiaba tanto como amaba, con argucias y algo de travestismo. Mis adorados hombretones de “Con faldas y a lo loco” se encamaron con Marilyn gracias a unos pechos enormes postizos y esa voz de falsetes con las que el dios Billy Wilder los convocó a las filas de la inmortalidad. Y Mortadelo, sin disfraz, sería un tipejillo triste y miope. Por no hablar de los lores británicos, esa caterva de calvos paliduchos con pelucas y delirios shakespereanos de grandeza.

Bienvenidos sean el carnaval y la barra libre a la simulación. Ahora podré contar mi chiste favorito, ese del camionero que se beneficia a una monja y le dice: “Me llamo Ramón, conduzco un camión y me gusta follar un montón”. A lo que la monja, transcurrida la faena, responde: “Me llamo Pascual, voy de carnaval y soy homosexual”.