Me impresiona ver la rigidez del cuerpo de Urdangarin camino del juzgado. Leo que ha declarado 21 horas ante el juez. De ser yo, me habría confesado autora material del crimen de Sharon Tate, del de Kennedy y hasta de la muerte de Manolete.

Imagino que después de tantas horas uno se dice, se desdice y se contradice, y hay que rezar para que el togado que te interpela tenga su cerebro en peor estado que el tuyo. La justicia, vista así, es un pulso de neuronas y me temo que el deportista juega con ventaja frente a un tipo que ha pasado horas sentado frente a un sumario, un procedimiento y muchas dudas legales razonables. Las carreras las ganan los que resisten, y el duque ha corrido, amagado y hasta dicho sí quiero en una catedral de largo recorrido y con alfombra roja.

“Ya verás como ése se escapa de rositas”, fue la conversación que escuché a mi mesa ayer entre escépticas convencidas del poder de la corona. Somos una generación educada con libros de princesas donde los príncipes, a mucho tirar, te despertaban con un beso o trepaban por la melena de Rapunzel, pero no timaban a las arcas públicas ni evadían impuestos en paraísos fiscales.

La realeza, eso tan intangible que hemos dejado de respetar per sé, ha conseguido tener patente de corso en el imaginario de un país demasiado preocupado por borrar la sombra de un dictador. Y ahora hemos de asumir que un rey es un hombre que se equivoca y hace cosas feas, como todos. Y que el yerno de un rey podía haber estado en la banda de Al Capone o con Robert Redforf y Paul Newman en “El Golpe”.

¿Cree que existe alguna institución intocable?  pregunté hace unos días a un señor de esa generación de políticos brillantes que ya no tenemos. El hombre se encogió de hombros y salió por peteneras. Lo mismo que si le hubiera preguntado ¿cree que hoy tenemos representantes dignos, intruidos, leales, incorruptibles? Vivimos tiempos de mediocridad de la corona hacia abajo, y la justicia ha empezado a meter mano en la sospecha sin mirar la sangre azul. 

Hay cierta sed de venganza en el pueblo que señala al duque sentado en el banquillo. Y lo entiendo. La guillonita es una fantasía recurrente del vulgo cabreado.  Y hay muchas princesas desencantadas de un príncipe que tras el beso ocultaba presuntamente otras mañas menos aspiracionales.

Me quedo con la imagen del juez entrando a los juzgados con una americana de cuero brillante. Como una estrella del rock, una satánica majestad dispuesta a tocar la batería  21 horas sin aliento hasta que su público, ese hombre rígido, termine rogando por favor por favor, un minuto de silencio.

Y entonces, la verdad. Sólo la verdad y nada más que la verdad.
O una gran mentira resplandeciente.