-Mamá, ¿te das cuenta de que el abu es como kriptonita para la abuela?

La escena tiene lugar en la cocina, donde Minichuki reflexiona en voz alta mientras se pelea con una tortita gigante que le he preparado en mi papel de “madre 10” de puente; ese que los ateos llaman “de la Constitución” y los creyentes “de la Inmaculada”. Lo que me hace pensar si no se podrían resolver así, con dos nombres distintos,  muchos conflictos internacionales.  Pero a mi hija este asunto le trae al pairo porque su única obsesión es untar bien de Nutella su megacrepe.

En mi familia, como en muchas, el puente de diciembre (así lo llamo yo, que ni una cosa ni otra) es el pistoletazo de salida de la Navidad. O sea, hay que buscar el árbol, que pese a su tamaño siempre es un expediente X y da una pereza que te mata, hay que salir a ver las luces por el centro con todos los amigos de provincias al mogollón, y hay que ver “Love Actually”, bien apretadas y recibiendo las patadas en el hígado de la enana mientras mi pobre adolescente, que es puntillosa pero sufrida,  se contorsiona en su parcela mínima del sofá.

Porque, repito, tenemos dos sofás pero sólo usamos uno. Como si temiéramos que al sentarnos en el otro fuéramos a ser abducidas por una fuerza sobrenatural.

Este año he añadido a la lista de las tradiciones navideñas la de cocinar rabo de toro. Un plato con el que mi querido U. siempre me hace comentarios soeces -del tipo “ese es el único que entra en tu casa, aprovecha”- pero a mí no me importa porque lo bordo. Considerando que lo he perpetrado dos veces con éxito queda oficialmente incorporado a mi menú de cinco platos solventes, sin contar las tortitas con kriptonita de los festivos (hay que tener superpoderes para digerirlas sin ayuda química).

De manera que ayer, como digo, Minichuki, mi madre y yo nos fuimos “al centro” como si fuéramos de Cuenca o de Teruel,  forradas de jerseys y de ilusión de espot publicitario. Ya en el Metro protagonizamos nuestra primera performance cuando escuchamos a mi madre gritar en voz alta la parada mientras salía por piernas (que si hay que correr, no escatima esfuerzos). Enseguida vi lo inevitable: Ella estaba fuera y mi hija dentro, a una distancia de las puertas que hacía imposible la salida sin riesgo de guillotina. Así que tuve tres nanosegundos para optar entre madre e hija. Y la enana y yo nos pasamos de parada, para bochorno de la niña, que me reprochaba con desdén: “Tú eres la madre, ¿cómo se te ha podido olvidar dónde había que bajarse?”.

Cuando al fin deshicimos el entuerto, mi progenitora nos esperaba muerta de risa y con una sentencia ad hoc: “Anda que no sois tontas, parecéis de película de mediodía”.

Love Actually

Ya en el “Centro” nos esperaba mi hermano, con mujer y bebé en carrito, y con la fuerza que otorga el grupo nos dispusimos a pelear con media España por un front raw en los puestos navideños de toda la vida, donde Chencho se perdía cada año y donde los padres de los 60 y los 70 te compraban una figurita del belén y un par de bolas extra para el árbol.  Como madre contemporánea y macarra, fui directa al puesto de las bromas -que no han evolucionado desde los sesenta-  y Minichuki logró eso que yo apenas tuve: un alijo consistente en mechero falso para empapar incautos, polvos pica pica y una caja de “bombetas”. Diminutos petardos en forma de saquito que lanzamos convenientemente contra el suelo, felices en nuestra gamberrada y a riesgo de perder al bebé y a sus padres en el camino.

Ya en la plaza de Oriente bailamos todos al ritmo de los villancicos, menos mi hija, que volvía a sentir vergüenza ajena y ponía cara de “a estos nos los conozco yo ni un poquito”. Pero, como le explicamos, esto está lleno de gente de Toledo, mujer, que no nos conocen ni pueden destruir nuestra reputación. Y se quedó poco convencida pero permitió que la cogiera en volandas para un baile. Justo antes de irnos al bar de las Torrijas y pimplarnos unas cerves. Tan contentos de haber arrancado con éxito un mes de fastos del que saldremos angustiadas y ahítas, pero con la satisfación de la rutina cumplida.

Por la noche volvimos a elegir a nuestro guapo favorito de la peli y volví a recordarles que cuatro o cinco años atrás, viendo “Love Actually”, traté de impedir que Minichuki se tragara las secuencias de los dobladores de porno, a lo que ella me respondió: “¡Déjalo, mami, si a mí me gusta el porno!”.

Y así, repitiendo escenas, conversaciones y apretones de sofá, hemos llegado hasta aquí. Bendita sea la Constitución, la Inmaculada o el Cristo que las fundó porque son la excusa perfecta para consolidar ese cemento armado, tan imperfecto, tan lleno de grietas, tan divertido y tan amoroso que es nuestra familia unida. Más bobas a veces que una película de mediodía. Pura kriptonita navideña.