Autorretrato

¿Qué hay de mí en mí?
¿Cómo puedo decir “soy yo” y quedarme tan ancha?
¿Hay alguien ahí? ¿En mí?

Marina Saura. “Sin permiso”. Ed Elba.

Tiene gracia que este libro me llegara dos veces. Como esas visitas impacientes que si no abres en 30 segundos aporrean la puerta de tu casa. Como yo cuando soy visita y hay mucha confianza o ninguna.

Marina Saura me ha llamado en dos ocasiones. La primera, cuando yo era otra según mi elegante tarjeta profesional. La segunda, cuando yo buscaba a todas las Otras que me habitan. Esas que luchan por sus quince minutos cada noche, demasiadas madrugadas.

Y entonces Marina Saura se hizo en mí calamar. La entendí, la abracé, se me escurría. Tuve ganas de consolar su valentía. O de tomarnos un café una tarde de tormenta, dos clones con boina calada y manos heladas.

No la conozco, puede que no nos crucemos nunca. Es actriz, es escritora, es Mujer. Es la hija de, pero eso me parece irrelevante. Habla de una infidelidad, de la muerte de un hijo, de que nunca desayuna sentada ni fuma de pie. O puede que sea al revés.

Creo que Marina sabe bien de lo que hablo aunque no sabe que existo. Ella habla de lo que muchas callan. Abruptamente, pero con un poso de irónica dulzura. ¿Se indulta? ¿No se indulta?

¿Soy la matriz de mi placenta? ¿Mi propio líquido amniótico? ¿El cordón con el que pienso descolgarme al volver a nacer?

Yo abomino placenta, perdóname Marina. La palabra, quiero decir. Ese-término charco rojo con trocitos, como un filete de hígado que un loco cirujano cortara con tijeras de escolar. (También evito “pujo”, “hormona” y “amenorrea”, por ejemplo)

Hay palabras que huelen a caldo de gallina pasado de fecha mezclado con orín de perro anciano. Son perfectas para un poema maldito. O para envolver castañas asadas y dárselas a tu peor enemigo, se me ocurre.

Marina calamar. La mujer que buscaba al “hombre barricada”. Tantas otras.

Mujeres que buscan. Busco a mujeres que buscan. Instintivamente. Estoy envuelta en ellas. Me rodean.  Son yo cuando sueño -y van ya varias noches- que la máquina no reconoce mi identidad. La clave secreta. Un mail que no es mío. Tengo calor, tengo frío. Y una cita médica pegada a la nevera que me recuerda lo que no voy a comer ni a beber de ahora en un mes. Prohibido. Una mujer renuncia con cita para el dentista que aporrea los timbres antes de que se escuchen los pasos al otro lado de la puerta. Respiración lenta, y luego entrecortada. Como hacer cien abdominales recién comida.

Marina Saura, mis tacones de doce también están encerrados en una celda de castigo. Prisión preventiva. No me sirven para podar las hojas trepadoras de mi hiedra.  Sólo por el momento.

Soy mi lavadora a dos mil revoluciones despeñándose desde una altura de 30 cm. Yo también, como tú, pongo a prueba la resistencia de una idea. Son tercas, saltan a la que pueden. Se enredan y con un poco de paciencia, luego se desenredan.

Gracias por insistir, las dos nos merecíamos este encuentro.

¿Soy una mujer calamar?, pregunta ella.  Mucho mejor que una mujer víscera que llega tarde siempre a la lavandería. O demasiado pronto, que viene a ser lo mismo. Y destroza la puerta con sus nudillos afilados.
Mientras los primeros rayos del día le hacen la raya del pelo, dulcemente.

(Y respecto al hombre barricada, algo me dice que has dejado de buscarlo, mujer trinchera).