Mi querida Big-Bang:

Tu antecesora en el cargo me dejó la Visa tiritando, las reservas de kléenex esquilmadas y una sentencia magistral: “A ti ese marco te venía estrecho”. Yo, en el momento, dije que sí poco convencida porque a las terapeutas no se os puede rechistar u os sacáis un nuevo delirio de la manga. Pero con el paso de los meses y la regurgitación intelectual, me he dado cuenta de cuán sabia era, la jodía, y de que los brillantes de Tiffany que se debió comprar con mis pagos bien se los ha ganado.

En realidad, llevo toda la vida metiéndome en marcos estrechos, y no descarto que la escoliosis de mi adolescencia tuviera que ver con aquel noviete que me enmarcó en un bastidor de pvc venenoso sin paspartú ni nada, obligándome al contorsionismo.

Yo, como “primero hago lo que tengo que hacer, para luego hacer lo que me da la real gana” (segunda perla de la de los brillantes), hice de chica buena, le acompañé a los conciertos de tipejillos que vomitaban sobre el público en plan bautismo iniciático y no puse cara de asco cuando mi transgresor en ciernes empezó a coquetear con el punk. Hasta que me tendió un imperdible tamaño XXXL para que perforara mi oreja o algo. Entonces estallé y rompí el marco con tal ímpetu que, aún hoy, cada vez que me cruzo con un punk trasnochado le miro con cara de óleo revenido en dilatación tóxica.

Durante años, mi hermana estuvo regalándome preciosos marcos de plata, ébano, hueso y aleaciones varias sin sospechar que los odiaba tanto como a los peluches. Hasta que un día me dio el arrebato y agarré los marcos con sus respectivas fotos para condenarlos al ostracismo de un cajón bien alto y bien oscuro, a prueba de niñas fisgonas, con una nota: “abrir sólo cuando me haya muerto y mutado a estado gaseoso”.

Esto mío con los marcos puede que tenga que ver con que mi madre nunca me enmarcó ningún dibujo, diploma o fotografía de fin de curso. Tanta escasez de ringorrango y reconocimiento en mi infancia me convirtió en un ser salvaje que iba dejando notas siniestras por la cocina “a quien pudiera interesarle”, del tipo: “alguien ha ganado un concurso de pintura con un paisaje muy bonito de unos pinos” (juro que tengo la nota guardada), o “colgar en lugar bien visible o tendrás un susto de los buenos” (en adelante, prueba número 2).

Así que me propongo huír de todo hombre que llegue armado con herramientas de bricolaje doméstico, por si las moscas. Tampoco me sirven los artistas ni biseladores, si es que este gremio existe, que lo dudo. Cualquier rifirrafe profesional a cuatro bandas/esquinas será para mí como una ristra de ajos para los vampiros, y si mi hija sigue empeñada en rezar “cuatro esquinitas tiene mi cama” pienso romperle una para boicotearle el poema.

Y aún más. Declaro la guerra al número 4, a los jinetes del Apocalipsis, a las estaciones, a los colores primarios, a los cuadriláteros y a todo lo que me enmarque, me limite, me condene a la escoliosis del cuerpo o el espíritu. Reclamo el estado gaseoso y etéreo. Sin estrechuras. Y para celebrarlo acabo de colgar a pelo mi dibujo de los pinos, bien visible. Y pobre del que se atreva a opinar al respecto en voz alta. Será enmarcado/a ipso facto.