Mi querida Big-Bang:

Hay una situación cotidiana entre hombres que siempre me ha parecido violenta. Dos que se encuentran en el baño, codo con codo, haciendo pis. Con las manos en la masa. ¿Se miran, aunque sea se reojo? O, por el contrario, ¿clavan la vista en la pared para que el otro no sospeche la más mínima curiosidad?¿Hacen comentarios de ascensor para relajar la tensión del momento? ¿Y qué pasa si uno es el jefe del otro pero la tiene más pequeña? ¿El hombre tímido espera a que el otro haya terminado antes de bajarse la bragueta? ¿El arrogante se la saca urbi et orbi para marcar el territorio? ¿Qué ocurre si se la pillan con la cremallera? ¿pegan un alarido o disimulan y después llaman al Samur?

Verás que hoy mis curiosidades son de alcantarilla. Ayer, en mi capítulo nocturno de mi idolatrada “Boston Legal”, los dos protagonistas se encuentran en los urinarios. Uno se asoma hacia el otro: ¿Qué miras?. Y el otro: “Quería ver cómo vas tú, estoy preocupado por mi caudal”. El otro acerca el oído y le dice: “No está mal, hombre, tienes 75 años”. Y mientras mean, con perdón, le relata que se acaba de tirar a una fiscal maciza en el ascensor, y que su cola -señalándosela- siente vergüenza. Entonces se asoma el jefe de ambos y los sorprende a ambos con las pruebas del delito entre las manos y las cabezas giradas hacia el paquete del otro.

Las chicas, de toda la vida, hemos sido más pudorosas. Y eso que al baño solemos ir como la guardia civil, de dos en dos.  Pero una vez allí cada una se encierra en su habitáculo. Y entonces, sí, nos da por hablar: 

-¿Has visto al pavo ése de la barra que me miraba intensamente?.
-¿Que ya no vuelves a este sitio como clienteeeeee?

Escucharnos con un tabique y dos puertas por medio es casi imposible, pero las mujeres lo venimos haciendo a lo largo de los siglos. Y todo mientras mantenemos el equilibrio para no rozar siquiera la tabla del váter, con las medias abajo, los tacones tambaleantes, el abrigo agarrado con los dientes y el bolso, que siempre hay que abrir para buscar un kléenex, enganchado al codo. 

Pero no podemos fardar de paquete, ni de lencería fina porque tenemos el buen gusto de salir con las bragüelas en su sitio y la falda o el pantalón en perfecto estado de revista. Así que sólo nos queda un arma: el neceser. La que desenfunda el rouge de Chanel gana a la de Maybelline, un suponer. Y si además llevas el vaporizador de Agua de Luna de Sisley -mi favorita- las compañeras de espejo palidecerán de envidia.

Claro que algunas solemos  jorobar el golpe de efecto porque después de lavarnos las manos, ignorando el secador, las sacudimos y restregamos contra los jeans, el foulard o la camiseta. Y ese gesto mas propio de un  cow-boy de provincias que de una señorita, anula toda la sutileza previa y nos iguala a los tíos. La impaciencia y el glamour, me temo, siguen siendo incompatibles. Y secarse con la ropa es como hablar de tu cistitis en una mesa de alta gama. Un sindiós.