Hay un momento en la fiesta en el que te quieres ir. Es una sensación poderosa, casi irresistible. Como si una voz fantasmal te dijera “Camina hacia la luz”. Eres la niña de Poltergeist pero siempre hay alguien que te impide la salida fácil.

-¿Qué te vas ya? ¡Venga hombre, si la fiesta está en lo mejor!
-Ya, pero mañana madrugo y además ahora tengo que conducir, y es de noche y me pierdo siempre. Debo calcular no menos de media hora de desorientación.

Querer irse y no poder es como querer romper con la pareja y no encontrar el momento, las palabras o un motivo tan contundente que se explique solo. El desvelo social, como el cortejo,  tiene sus propios rituales, y convierte las despedidas en un bis eterno de artista trasnochado al que nadie le ha pedido una más y, sin vocación ni talento, se desgañita sobre le escenario y desafina como un condenado deseoso de rematar lo que se supone que era su compromiso adquirido: “15 temas más dos bises”.

A mí los bises me repatean, salvo que el artista me guste mucho. A veces son innecesarios. Hay que saber marcharse, pero eso nadie te lo cuenta. Tuve una profesora de literatura brillante y tímida que al llegar a la despedida se azoraba y no remataba una frase. Al fin, visiblemente incómoda, nos abandonaba con cierta brusquedad. Un mutis por el foro.

En las reuniones suele apreciarse esa incapacidad de la especie humana para el punto y final. Cuando ya se ha zanjado el tema siempre hay alguien que lo resucita con una frase de apariencia inocente cuyo efecto es la prórroga del partido. Las prórrogas del fútbol me exasperan. Cuando en mi casa se veían todos los partidos yo miraba errática un punto muy concreto de la pantalla: el marcador del tiempo, y calculaba cuánto dejaría de ver césped y patadas para pasar al cine o a la cena. Y de repente, empataban y había prórroga.?

-Y eso ¿cuánto dura?, preguntaba.
-Media hora.
-¿Y si no gana nadie?
-Turno de penaltys, ya lo sabes…
-Bueno, al menos eso va rapidito.

Las mejores prórrogas de la vida tienen que ver con la salud -“Le quedan diez meses de vida” es lapidario, pero si pasan los diez y
el condenado va por doce sentirá que ese extra es gloria bendita-
y también con el dinero. El amor raras veces las resiste, aunque algunos se empeñan con desesperación.“Nos hemos dado un tiempo” suena impreciso, desmayado y poco convincente. Hay un clic que es un toque de corneta; retirada. Y si no te retiras te mustias como el césped de un equipo de cuarta regional.

Decir adiós es nuestra asignatura pendiente. Nos resistimos a poner el punto. Preferimos las comas aunque el texto se convierta en un sembrado de subornidadas mareantes que te dejan sin resuello en la lectura, asfixiada y esperando a un Sámur que no llega para colocar el punto y final como quien coloca la mascarilla de oxígeno. (Ahora entiendo por qué me irritan los autores de descripción eterna: mi impaciencia patológica quiere irse una vez que ha pillado por qué la niña camina por un sendero rural bordeado de amapolas y una lista interminable de especies vegetales)

En este punto, creo que se impone predicar con el ejemplo: Adiós muy buenas, bye bye, arrivederci, Då svidaniya! Sayonara, baby.