A mí los pobres, por serlo, no me caen bien. Tampoco detesto a los ricos por su condición de tales. El maniqueísmo sirve en la guerras para entender que “los buenos” son siempre tu bando, y los malos el otro. Así no tiembla el pulso a la hora de disparar, no hay tanto remordimiento.
Pero en tiempos de ¿paz? es una ofensa a la inteligencia, y en tiempos de campaña electoral una maniobra tan poco sutil que deberíamos ponernos en guardia a la primera.

A mí los gays, por el hecho de serlo, no me caen bien. Ni mal. Los hay divertidos, cariñosos, ingeniosos, mezquinos, irreverentes, insensibles, procaces. Decir que un maricón -así se llaman a sí mismos algunos de  mis amigos gays- es un imbécil puede provocar ampollas en algunos colectivos de modernos que frecuento. Pero la realidad es que hay de todo y que no todos aman a sus madres o tienen sus casas de diseño. Algunos se quedaron en la boiserie y los marcos de plata. Algunos son serpientes retorcidas. Como los heteros.¿Y qué?

A mí los taxistas no me parecen a priori estafadores de guiri, fascistas, capullos. Pienso que un padre/madre puede detestar a su hijo y así me lo constata el periódico a menudo, que una embarazada es capaz de robar en los grandes almacenes, aunque su figura genere aprobación y sonrisas empalagosas…

Pero sí. Creo que un político se mueve por ambición personal, por medrar, por vengarse de un pasado escolar sin brillo ni autoridad de grupo. Y algunos, de vez en cuando, por servir a la sociedad. Eso que llaman vocación. Y confieso que me cuesta salir de mi propio maniqueísmo cuando los escucho, veo sus tintes de pelo, sus trucos mentirosos, sus promesas de humo.

El maniqueísmo simplifica nuestra vida, nos comprime nuestra
visión como una lentilla vieja, nos ofrece contundentes titulares.
Es la escenificación de la pereza, la ausencia de discernimiento.
Una huelga de grises que excita y envalentona al populacho.

Y yo he vuelto a caer entre sus redes. Y espero me perdonen.