Mi madre era una mujer muy colorada de cara, y a la que le gustaba beber; cuando ya estaba dentro de su caja mortuoria clavé muy fijamente en ella la mirada y me apropié de su cutis“. Charles Dickens, “Paseos nocturnos“. Taurus.

De pequeña, clasificaba a las madres en función del aliño de sus hijas. Las que iban impecables, con los pelos en su sitio, los zapatos lustrados, olor a colonia de limón, el uniforme del colegio en perfecto estado de revista, el bocadillo envuelto cuidadosamente y la cartera sin restos de boli ni mordeduras del tiempo en las costuras, eran para mí las madres fetén.

Luego, en las antípodas, estaba la madre de B. Una niña desaliñada y pálida que olía a tocino rancio y parecía llevar el mismo pichi colegial desde el parvulario. La tela príncipe de gales sin brillo, ajada y tan mortecina como el pelo ralo de su dueña, que rara vez llevaba merienda al recreo y que solía mendigar un mordisco del bocadillo ajeno, ávida y huérfana de amor y de cuidados.

Aquella niña, lo recuerdo, llevaba siempre los calcetines caídos y suspendía en la EGB. Su madre solía dejarse ver en el bar más cutre del barrio, ese que habitaban los porteros y albañiles, oscuro de neones grasientos, denso de humo y carajillos de amargura. La mujer vestía una gabardina guardapolvo que fue beige y el pelo recogido en un moño relajado, como a punto de deshacerse. El pitillo en la boca y las manos apoyadas en la tragaperras multicolor, donde echaba perezosamente las monedas que le cambiaba el dueño del bar, mientras pasaban las horas y el cocido esperaba en el puchero.

Charles Dickens

No se me ha olvidado esa mujer, porque destacaba en un barrio razonablemente acomodado donde ese bar tambien era una provocación, un corte de mangas radical al comme il fault. Un desatino estético y moral que hacía que el resto de las madres apretara el paso o fingiera no verlo.

La madre de B., me parece, bebía. Y puede que saliera del bar tambaleándose a esa hora indeterminada en la que no estaba segura de si tocaba poner la mesa o acostarse. Del padre, naturalmente, nunca supimos nada. Era una incógnita, un fantasma, o tal vez un tirano que causaba el pesar en el harén y ensombrecía la sobremesa y el telediario, el ruido de los vasos al chocar, las ganas de dormir, de olvidar la miseria. Hacerse invisible. Desaparecerse en una dura de arena, de sueños impecables con olor a lápiz recién afilado.

(Las madres, por entonces, eran amas de casa en su mayoría. De profesión, “sus labores”, escribíamos en los formularios del colegio.  Eran, debían ser, madres perfectas. Eso o nada.

Así que B. era la niña más taciturna del mundo que contenía el aula de las monjas. El crucifijo sobre la pizarra de un dios que no se compadecía de ella ni de sus zapatos sucios. Tan Dickens, tan cerca de ese otro mundo de niñas atildadas y arrogantes. Las gomas de nata Milán, el estuche ordenado y el polo bien planchado, la impronta del vapor alrededor del cuello. La vida no podía despeinarlas. La miseria había que ocultarla. Lo que no se habla, no es. No existe. No se mira ni se toca.

Tan cruel.

No sé en qué momento B. salió del colegio; no la recuerdo en el bachillerato, aunque sí la turbación de descubrir sus piernas blancas, sin tono muscular, llenas de pelos negros. Y las risas despiadadas de otras chicas porque tenía pechos y un sostén feo, color panza de burro,  que se cuidaba de no airear en el vestuario del gimnasio.

A la madre me la crucé un día, años después, y nos miramos un instante. Tenía la piel como un acordeón y entre los surcos unos ojos verdes empañados de mala vida y de cansancio. Sentí toda la culpa que cabe en un corazón adolescente. Lamenté haber sentido cierto asco al acercarle a B. el bocadillo. Me recordé a mí misma con los pelos revueltos, desafiando la dictadura de unas horquillas que rara vez estaban en su sitio. Me vi con la mochila llena de migas, el boli bic mordisqueado y las rodillas siempre llenas de costras que secaban y volvían a sangrar. 

Mi madre no era perfecta. A veces se le olvidaba el bocadillo y nos daba dinero para un triángulo de chocolate. Yo no soy una madre perfecta, a ratos necesito que nadie me reclame, huír de los horarios, las listas de la compra, los deberes a punto, el despioje, la revisión de la mochila, los calcetines sin tomates…

Pero cada mañana, cuando le hago a Minichuki la coleta, me aplico con el peine o el cepillo, una vez, dos, tres pasadas para que quede bien tenso y la madre mejorable pase en examen. Y confieso que rara vez lo consigo. Y lo lamento.

-Mami, te ha salido fatal esta coleta. Anda, déjame a mí, que yo ya sé…

Y vuelvo a ver a B., esa pobre niña. Y esa madre gris me interpela. Y me apropio de su cutis y hasta de su gabardina. Y siento no haber sido mejor compañera. Esa crueldad involuntaria que, sin embargo, pesa y no se va. Como esos fantasmas de los cuentos.