“Todo es diversión, el ocio es lo único. Estoy desolado y cabreado”. Lo decía el domingo Rafael Sánchez Ferlosio en una entrevista en la que, una vez más, sacaba las plumas de refunfuñón con causa y argumentos de peso. El periodista lo llamaba de tú, sin duda para alardear de familiaridad, y cada tú me chirriaba más que el anterior. Entendí que quizás me estoy volviendo yo refunfuñona, ya que también me he escuchado decir: “No pienso jugar al Pokemon Go en mi vida, menuda manipulación para borregos”, y cosas así.

El sábado me bebí la columna de Fernando Savater en El Pais, titulada “Tóxico“, y en cada línea mi excitación crecía, eso que sucede cuando uno está muy de acuerdo con una propuesta pero no le ha puesto las palabras precisas. El artículo glosaba los peligros del exhibicionismo sentimental en la argumentación sobre asuntos públicos, en detrimento de la lógica y la motivación racional, y se refería a un libro que ya he apuntado porque lo necesito: Sentimentalismo tóxico (Alianza), de Theodore Dalrymple.

El sentimentalismo en la esfera política es la expresión de emociones
sin el contrapeso del juicio crítico
. Permite o exige a las autoridades
adoptar medidas halagadoras de los buenos sentimientos según sus
estereotipos, evitando soluciones más impopulares pero basadas en el
análisis de los hechos: la demagogia es sentimental“. No podía estar más de acuerdo. Y no sólo en lo referente a las autoridades políticas, sino a cualquiera con autoridad de grupo. O sea, que es muy fácil ser estigmatizado si te manifiestas en contra de algo con peso sentimental indiscutible, por anecdótico que sea.

De camino. ¿Una señal?

Por ejemplo: los animales. Vaya por delante que no tengo nada en contra de la convivencia entre humanos y bichos, incluidas anacondas o cerdos vietnamitas. Me encantan los perros y hubiera matado en mi infancia por tener uno. Lo que no me parece higiénico es compartir la cama con los animales domésticos o besarlos en los morros. Cuando manifiesto este particular ante los dueños de perros noto que se me mira como si fuera la clásica asesina de gatitos psicópata, intolerante y casi filonazi. 

Situación. El otro día en el trabajo R. contó que una amiga le había dejado su gata en custodia durante un mes por motivos familiares. El animal andaba colonizando su espacio, y por las noches rascaba la puerta de R. con la intención de conquistarlo.”No pienso dejarla que suba en mi cama”, dijo ella con su vehemencia. Y entonces U., que es animalista y noble pero intransigente en asuntos mascotiles, le soltó: “Anda que no te habrás acostado con seres más sucios”. Todos nos reímos a carcajadas. Yo seguí la gracia advirtiendo a mi R. de los peligros de acoger un minino: “Terminas siento el cliché de mujer sola con gato, y de ahí a la loca de gatos hay un paso”. Mi comentario no le hizo demasiada gracia a nadie, salvo a la interesada, que entonces siguió la broma preguntando si los gatos se caían por las ventanas.

-Oye hija de puta, como se te caiga el gato por la ventana te mato! (el animalista, de cuyo amor a los animales y su generosidad sin límite doy fe en este post).

Creo que uno tiene todo el derecho del mundo a no querer compartir la cama con animales sin ser tachado de intransigente o exterminador. Y, por cierto, también a no gustarle los animales sin que eso lo convierta en un monstruo. En un ser cruel capaz de atropellar a abuelitas, por ejemplo. Pero el sentimentalismo argumental y  una profunda intolerancia han conseguido igualar una cosa y otra. No siempre, no todos, ciertamente.

Hablar desde la razón de los inconvenientes higiénicos de besar a un perro en la boca es muy impopular. Glosar el amor profundo a los animales, y ese placer de despertar con su lomo peludo y cálido a los pies es altamente popular.

No es un gran ejemplo de lo que plantea Savater. Hay mejores pruebas de sentimentalismo demagógico en el ámbito del activismo social, por ejemplo. Pero esta es la que me ha venido a la cabeza. Porque lo mismo soy una gruñona y una obcecada, y resulta que conozco personas que aman profundamente a los animales pero sospecho que a veces es porque los manejan, porque no hay más conflicto con ellos que quitar los pelos del sofá. Porque un perro tiene esa nobleza y esa intuición de conocer nuestros estados de ánimo y empatizar de inmediato (cosa que no sucede con muchas personas). Porque el amor del animal es entregado y gratuito y silencioso y no entiende de crisis de pareja. Porque…

Pero mejor no sigo por ahí, que sin duda voy a excitar los jugos gástricos de la demagogia. Y una mujer que no juega al Pokemon Go porque se siente manipulada de entrada es un ser poco interesante y sin duda intransigente.