Una pareja come en un restaurante chino/japonés de Madrid. Hablan tan alto que mis compañeras de mesa y yo terminamos por callar y escuchar el cortejo que se traen. Son un hombre y una mujer, maduros, quizás en unos cuarenta ya desfallecientes. Él tiene un leve acento extranjero. Ella es delgada, de pelo largo y moreno y rostro agraciado y severo, poco afable, sin maquillar. Gesticula con sus manos como aspas de molino de viento. Los dos con esa sobreactuación de la primera cita. 

No es cena, es comida, así que deducimos que no habrá remate erótico salvo que los calores se hagan insoportables y los dos se abalancen sobre el sushi, el sashimi y la tempura como si fuera una cáma de pétalos de rosa al estilo American Beauty.

La excitación a la hora de comer es arriesgada y algo inconveniente. A poco que te descuides, te toca volver al trabajo, y de ese coitus interruptus no hablan los manuales. Esta pareja se pasa la primera hora mostrando sus plumas. Conversaciones banales y tópicas sobre lo que él ama el mar -todo muy previsible, que si la libertad, que si la sensación del viento sobre la piel…- y ella sobre su ajetreada vida social y lo jefa que es. “Yo con mis subordinados soy de mano de hierro y guante de seda” (y lo dice agitando la mano en un gesto que la malpensante que me habita interpreta como fálico, pero ya sabemos todos que el wasabi tiene efectos alucinógenos).

Ligar a los cuarenta y tantos es duro, imagino mirando a esa pareja. No sólo tienes que mostrar tu interés por el otro, sino que tu vida hasta la fecha ha sido una gran inversión. Que en tu balance, activo y pasivo están equilibrados.  Y entonces ella, la mandona estirada, le cuenta a él que con el padre de su hijo mantiene una relación excelente: “ya le dije en su día: los hijos son un reto irrenunciable” (y la tierra para quien se la trabaja, pienso yo atacando mis tallarines) El otro, un falso delgado con barba y pelo en retirada, asiente con escaso interés y algo aturdido por los movimientos manuales de su compañera. Parece que le interesa más el mundo de la vela y los yates que el de los niños de padres divorciados. No es padre, obviamente, y me dan ganas de mandarle a ella una nota que diga: “Nena, abandona ya el tema niños que el chaval -ahí le hago un favor- se está aburriendo. Céntrate o no habrá remate”.

De lejos, la seducción es un baile con tres o cuatro pasos repetitivos. Los cuerpos inclinados hacia delante, la mirada fija en la pupila de la presa, cierta tensión en el cuello y la voz impostada.

Hasta ahí, todo de manual. Pero ¿era necesario encadenar tanta frase hecha, tanto comentario vulgar, disuelto en salsa de soja? Que si “todo esfuerzo es poco”, que si “las mujeres somos muy de esto o de aquello”, que si “con diez cañones por banda…” Solo faltó el “yo es que soy muy sincera” para completar el cuadro.

La tiñosa que soy pensó de inmediato que con ese tipo no aguantaba ni dos sakes. Y que la mandona que exhibe sus galones de Napoleón tiene menos sex appeal que Dora Exploradora. Porque ese hombre, ese navegante pelibarbudo, no podía soportar la idea de que ella reinara en un staff de más relumbrón. Y cuanto más fardaba de lo suyo, más presumía él de su mundana existencia marinera. Vamos, que si el tipo había montado un vez en piragua, al terminar la comida ya era comandante en el Bounty.

Recordé lo mal que me sientan las citas con hombres que se empeñan en
competir. En hacer del cortejo una partida de Risk
donde cuando te
quieres dar cuenta está más entregado a acumular fichas de colores que en ser acariciado, levemente, por encima del mantel.

El tiempo se echaba encima y los púgiles no encontraban recursos para un colofón conveniente…hasta que se acercó el camarero, lo vimos, con una botella de vino. “¿Pero no habían tomado ya el postre?”, comentamos nosotras, mirando sin disimulo al capitán Garfio y a Cruella. Y hubo que reconocer que al final no lo hicieron tan mal. Pimplarse es un camino seguro hacia la relajación de miembros y pensamientos. Copa va, copa viene, sus cuerpos empezaron a distendirse. Aquello iba a tener un final feliz. Y nosotras debíamos pagar la cuenta y salir pitando a la oficina.  Ellos, espero que a un hotelito mono y próximo al restaurante. Donde ella sacaría la fusta y él los nudos marineros.

Los caminos del amor a veces son tortuosos, convení conmigo misma. Y luego mi mente voló a la atmósfera de sutil embrujo de In the Mood for love, una de mis películas favoritas. Eso sí que es seducción oriental…