Mi querida Big-Bang;

“A los hombres del tiempo no les gustan los anticiclones”. Una vez lo dijo uno en la tele y yo pensé que era un título perfecto para un relato de Salinger o de Carver. Perdóname este ataque cultureta de segunda división, pero para dos referencias que tiene una, las saca a pasear cuando procede. La cosa es que desde que la noticia es el frío, los del tiempo atesoran minutos de gracia. En cuanto el locutor les da pie, se crecen, respingan el culillo y,no sin cierto sadismo, nos anuncian que se avecina un apocalipsis tiritón. Que es invierno y hay que abrigarse. ¿Así hablaba Zaratustra?
Lo entiendo. Todos queremos tener nuestro momentazo. Ser glorificados en el panteón de la ocurrencia y de los cameos perdidos. Pero plantarse delante de una pared fingiendo que ves un mapa con el culo, con perdón, no deja de ser una extravagancia. Una de esas convenciones sociales que hemos aceptado sin discusión, como la virginidad de la virgen en el colegio de monjas o la insoportable levedad del ser en un bestseller de hace años, cuando lo que había que leer eran Carver y Cheever o estabas muerto socialmente.
Hablar del tiempo, sin embargo, no ha perdido su tirón. De qué hablamos cuando no hablamos de nada es otro buen título de relato con una respuesta fácil: de la lluvia, del viento y, a más a más, de la única nevada del lustro en Madrid. Los telediarios se ponen cachondísimos con la nieve. Cinco o seis minutos de relato pasado por los copos, preescrito y tantas veces repetido que sale de un tirón, como la tabla periódica de los elementos químicos en la prehistoria de nuestras vidas.
Hoy es miércoles y se avecina tormenta tropical. Una sarta de ocurrencias preelectorales que azotarán nuestras mentes como si tal cosa. Con suerte, a mediodía brillará un sol velazqueño y podremos sacar nuestras veleidades a pasear con unos buenos tacones y un vestido nuevo que muestra más de lo que enseña. Es posible que el huracán nos nuble la vista y que dos o tres arpías se personen con funestas intenciones. Pienso apuntalar mis ventanas y fingir que en la retaguardia hay una pared verde o azul para escapar de relatos chungos, mediocres, repetidos. Como este.