Jamás conseguí memorizar la matrícula de mis coches. No me sé el número de móvil de mi hija, ni tampoco el de mis padres. Hace tiempo que decidí burlar el ayuno con café cuando tengo que hacerme análisis de sangre y no soporto que mi ginecóloga me regañe por desmemoriada después de haberme sometido a la humillación de ese potro con estribos fríos a donde las mujeres debemos subir semidesnudas, desprovistas a jirones del pudor pero con los zapatos puestos. En una posición tan vulnerable como la de un mosquito atrapado en una gota de ámbar. Entre el sadomasoquismo y el sacrificio del cordero de la pascua. Sexo y religión, un lodesiempre.

Suelo olvidar, supongo que en venganza, el apellido de esa mujer adusta que me regaña mientras manipula entre las piernas. Y que me arrestaría sin dudar si supiera que he bebido dos cafés antes del pinchazo, después de una noche larga y espesa donde he declinado el rosa-rosae varias veces y me he sentido desplazada del centro de gravedad, partida por un eje, rodillas en la almohada, posición fetal. Vuelta y vuelta. In-som-ne y desangrada.

Inolvidable Jaume Plensa

(Recuerdo con toda nitidez, en cambio, el jersey que llevaba puesto el día que me puse de parto de mi hija mayor. Azul con rayas blancas, marinero. Nunca de premamá, no más de 9 kilos de embarazo aterrada porque la sargento de hierro cuyo apellido no recuerdo, no quiero recordar en rebeldía, me esperaba con la báscula justo antes de indicarme el camino a los estribos. “Has subido 700 gramos. Más de lo que tocaba”.  Mi adolescente usa ese jersey, intacto al tiempo, 17 años después, y cuando se lo pone siento ganas de abrazarla. Aunque puede que  ella a mí no de sospechar que no podría ir al rescate de sus vacilaciones si mi móvil se quedase sin batería y eliminase su número. Nueve cifras, un continente).

Las cosas importantes a veces las borramos. Las urgentes se amontonan y brindan la coartada perfecta para justificar por qué no recuerdas dónde aparcaste el coche del que no recuerdas cuándo le cambiaron el aceite ni dónde está la palanquita que abre el capó. Pero sí a dónde querrías huír una mañana después de violentar el santo protocolo del colesterol y los triglicéridos. Justo antes del potro y los estribos. Al galope, con los zapatos puestos, y desnuda.

(A veces la visita a la farmacia, en el olvido, se parece un concurso de la tele, a un acertijo: “Empieza por A y termina por X”…).

Sobran datos, falta delicadeza.

Se llamaba Atarax. Ahora recuerdo.