Playa de Lord Byron, otro año

Un año es lo que pasa entre el último día que visitaste a Lord Byron antes de volver de las vacaciones del rescate económico y la prima de riesgo y ayer por la tarde, cuando tu amado George Gordon -sorprendentemente parecido a John Galliano, ahora me doy cuenta- se te apareció de nuevo aullando en esa playa tenebrosa como el señor Rochester a Jane Eyre la noche del incencio de Thornfield.

Es llegar a Asturias y ponerme romántico-dramática con pinceladas tardobarrocas (y espero que no haya un historiador que me corte el rollo con su ortodoxia) Aquí todo es Becquer, disfrazado de paisajes bucólicos con vacas. “A mí las que me gustan son las bravas, no las de las chuletas”, me dijo lacónico D. cuando le mandé ayer la prueba documental de la belleza de mis amigas, que pacían en un prado aparentemente tranquilo donde imagino relatos truculentos.

Nada es lo que parece. Este año nos ha recibido en casa una cerda vietnamita de hechuras de negra libidinosa y varias liebres gigantes que se creen perros y como tales se echan en el suelo, para respingar si te acercas a acariciarlas. Somos salvajes, nena, que no se te olvide.

Los pies no menos negros de las chukis me recuerdan también que son salvajes. Y los picotazos de los mosquitos, que no han dado tregua a mis carnes de urbanita que se finge lugareña y que para no sentir el preaviso zumbón se ha calzado los tapones para los oídos, con escaso éxito. El gesto se parece mucho al que uno hace cuando ve las películas de terror: ponerse la mano delante y abrir apenas los dedos, un sí es no es. Medicina para bobos.

¿Lord Byron o John Galliano?

Un año es lo que te pasa desde que te asomaste a la playa más bella con un Salinger, un Bolaño entre las manos y la primera página de esa Ana Karenina que te has traído y dice que todas las familias felices se parecen. Lo mejor de las frases redondas es que te las terminas creyendo. Lo triste de la buena literatura es que ya no puedes con la mediocre, como acostumbrar a tu estómago a comer chopped después de una dieta de jamón ibérico.

Mi amigo R. me contó el otro día, justo antes de irse hacia Berlín, que no sabía qué libros llevarse. “A ver si es que no sabes cuál es tu estado de ánimo”, le sugerí. Uno debe leer al bies, como esas telas que se adaptan al cuerpo, sin ceñirlo, y dejan adivinar apenas la curva de las caderas. Para R. los libros son sagrados y aunque tira más de ensayo que de novela, me acepta como soy y hablamos largo y tendido de los placeres de la carne hecha letra. (También de los de la carne sin más. Su brasileña, esa promesa de danza cimbreante, se esfumó en pocos días dejándole un sabor amargo y un estado en wasap bien elocuente: “Ya paso”)

-Esas mujeres no saben lo que se pierden, amigo.
-Ya, ya, pero estoy un poco harto. Menos mal que en Berlín me espera vida de amigotes, salidas hasta el alba y una bicicleta.

Una bicicleta es la promesa de un relato, aunque no haya brasileña que lo abrigue. A R. las mujeres no le pillan el punto porque no saben que deben buscar más allá. El punto G. de un intelectual debería situarse a mitad de camino entre un hueso de la espalda y el córtex que apuntala las teorías y fábulas con que asombra al mundo. Esas con las que R. hace sus chistes y te regala ratos de teléfono que son un diálogo de cine tan perfecto que tú sólo pones un par de monosílabos y risas a destajo.

Chuletas que se fingen vacas

Un año es lo que sucede desde la última sentencia filosófica low fat de R. y el “ciao, guapa, te voy contando Berlín” de la otra tarde. Desde que respiraste en un acantilado llorando la despedida y las lágrimas de sal que te devuelve la vuelta a tu lugar en el mundo. Y ese impulso salvaje de quedarte en brazos de Lord Byron para siempre, borracha de absenta y perdición, entregada a los desmanes de un viento que no se deja remar, que te devuelve a su antojo a la otra orilla. Por unos días que ya son años y casi siglos.