“La ciencia no es cara. Lo que sale caro es la ignorancia”. Aún me mortifico por no ser capaz de citar a la persona que pronunció ayer estas palabras en el Telediario. Era un hombre de lo que se viene a llamar “mediana edad” (40-60 años) y pertenecía a esa élite de la investigación que ahora más que nunca está llamada a salvarnos de la pandemia (y ojalá que también de la estupidez crónica, la irresponsabilidad patológica o la ausencia de criterio). Yo dormitaba en el sofá con mi Bronte a babor cuando esas palabras sencillas y desprovistas de toda intención enfático-política me hicieron respingar. Eureka!

Tres días a dieta de silencio, sólo rota para parlotear con mis vecinas del pueblo que me acoge a salto de mata de calendario, con mis hijas y un par de amigos (por teléfono). El vacío nutriente de una soledad buscada que me prepara para llenarme de todo. Las horas de lectura, de música a todo trapo en la azotea que me han hecho fan entregada de Guitarrica de la Fuente; Las sesiones de cerveza helada y duchas de manguera para combatir el aliento de fuego del verano. De pensamientos en zigzag y borrachera de vitamina D. De trabajo, también, pero en un paisaje tan gozoso y distinto que le quita hierro y rigor.

“¿Ves qué bien has estado de charla con nosotras? ¡Hay que ser sociable!”, me amonestaba A. con extrema dulzura, sentada al fresco de la calle, la silla plegable estilo playa rodeada de otras mujeres del pueblo y algún hombre taciturno y silencioso. Os diré que A. es enjuta y sonriente y posee un magnetismo tal que enseguida te quieres sentar a su lado, cosa que hice en el suelo, a sus pies. Y a sus palabras yo me defendía débilmente que sí, que claro que soy sociable, pero que aquí busco el silencio…mientras la tarde bostezaba y daba paso a la oscuridad mecida por la brisa y oteábamos la llegada del camión de la fruta con una pareja de alegres gitanos extenuada de vender a gritos melocotones y tomates en rama desde el alba, mientras su bebé ronroneaba en la cabina del vehículo, hambriento de leche y miel.

“Lo que sale caro es el ruido”, le hubiera dicho a mi vecina. Con los años la necesidad de callar para oírme por dentro ha hecho mella en mi ánimo. También la de esquivar a todo aquel que me roba la fuerza y la alegría. Mi avaricia social comienza a ser extrema, y quiero pensar que tiene que ver con la certeza del paso del tiempo. De esa finitud inexpugnable. También con la determinación de mantenerme concentrada en lo esencial, deshacerme sin rudeza de las invasiones indeseadas y agradecer el privilegio del paseo por esta Castilla adusta y las siestas a destiempo sin reproches ni trampas ni cartón.

Hoy de amanecida leí mucha prensa, ese placer infinito, y Elvira Lindo reprobaba en su columna de El País a esas mujeres en torno a los 50 años que se lamentan porque se sienten invisibles. Como si la visibilidad tuviera que ver con las veces que te miren las piernas o el culo (con perdón), venía a decir. Y argumentaba que las verdaderas invisibles son muchas de esas mujeres cuidadoras de nuestros mayores. Me detuve en la primera parte, porque yo misma estoy en esa franja y nunca me he sentido menos invisible. No porque sea objeto de miradas, sino porque no estoy pendiente en absoluto de si me miran y esa es una gran conquista en la que no estoy ni mucho menos sola.

Justamente esta semana quedé en días consecutivos con cuatro amigas en la edad de la presunta invisibilidad. Las cuatro son inteligentes -diría que bastante por encima de la media-. Las cuatro acumulan un buen puñado de certezas y costras por heridas fruto de haber vivido, lo que las hace muy interesantes. Todas ellas tienen sentido del humor, con diferentes registros. Todas son independientes y ninguna está de vuelta. Todas, contradictoras en algún pliegue de su ser. Todas, ambiciosas y fuertes con puntos de deliciosa fragilidad. Y todo ello las convierte en extraordinariamente atractivas, al menos a mis ojos.

Hoy me gustaría decirles a mis hijas que la ciencia no es cara, como dice mi admirado desconocido. Que lo que sale caro -por los años que cuesta- es aprender a hacer sitio a la soledad como compañía que nos hacer ser muy libres. Y que vivir es darte cuenta de que sin lectura, sin reflexión, sin proyectos, sin buscar nuestro lugar libre de ruido y elegir bien a las personas llamadas a compartirlo algunos ratos, es fácil caer en la tentación de sentirse invisible cuando ya no te miran las piernas o el escote o te sepultan de likes en las redes sociales.

Que desprenderse de la mirada del otro para sentirse bien (o mal, o triste, o exitosa, o sola, o arrebatada, o eufórica, o tranquila o vulnerable o…) es la mayor conquista de las personas, hombres o mujeres. Y te hace tan visible que se te olvida salir a comprobar si alguien se enamora de ti y te llena por un instante el corazón de un flashazo.

…Y que seguramente algo así sea lo que en el fondo haga que los demás se quieran sentar cerca de tu silla, al relente de una noche de viernes en un pueblo de pocos en la Alcarria.

PD:banda sonora para este post