“Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera, que empezó el día en que te conocí. Antes había sido solo algo turbio y confuso, una época en la que mi memoria no ha vuelto a sumergirse. Debía de ser como un sótano polvoriento, lleno de cosas y personas cubiertas de telarañas, tan confusas que mi corazón las ha olvidado”. Carta de una desconocida. Stefan Zweig.

El hombre a la mesa sostiene que las mujeres queremos que nos mimen, que nos traten como a princesas y… buen sexo. Siempre buen sexo. El resto de los varones asienten con la solvencia de quien ha recorrido muchas caderas y besado cuellos y escotes desbocados. Todos tienen hijos con más de una, todos glorias y duelos al sol, cabe imaginar. Las tres sentadas a la mesa nos miramos. Al fin mi querida A.dispara: “Las mujeres queremos hombres que nos hagan crecer y que se alegren por ello”.

Las mujeres así, como género, no queremos nada, pienso yo. Cada una ha ido conformando el compañero, la compañera, que necesita a su lado en cada momento. Y raras veces suele coincidir el de una etapa con el de la siguiente.

Sigue la noche. “Una mujer inteligente no se fija en un pusilánime”. O sí. Hay permutaciones de dos elementos que en sí mismo serían imposibles y, sin embargo, suceden. Alguien comenta el espectáculo de adolescentes latinos en el metro. Ellos, machitos dominantes. Ellas, sumisas y aparentemente encantadas de no tener ni voz ni voto. De vez en cuando el chico, zapatillas de deporte hipertróficas, jeans caídos, camiseta de marca y gorra, le da un tiento a su pareja. Ella sonríe con orgullo.

Lo diré una vez más. No soporto a los hombres que te agarran de la cintura sin que tú hayas dado señales de desear su mano, la presión de sus dedos, el latido. El otro día, en una fiesta, cierto tipo vino a acariciarme la cara mientras yo hablaba con un invitado en un gesto de marcar un territorio que encontré desagradable. Mi territorio es mío, verás, y si quiero que lo pisen, lo marquen y hasta se instalen a vivir suelo manifestarlo con claridad. La ¿princesa? que me habita está sola en su torreón y sale a bailar por las noches. “Tú lo que necesitas es un hombre tranquilo que respete y ame tu independencia”, susurró el profeta.”Y perder la cabeza, perderla del todo”.

Detrás de algunos hombres galantes se esconden machistas sin cura, todas lo hemos vivido. Y muchas hemos conocido hombres solventes, intelectualmente brillantes, que necesitan superarte en un palmo o en dos. Sí, te llamarán princesa, incluso reina, pero jamás preguntarán por tu forma de ver el mundo, lo que lees, lo que escribes, a quién conociste en esa fiesta o por qué te has quedado colgada de Glenn Gould. Buscan verse reflejados en tu mirada, gloriosos como dioses de un olimpo labrado de egos y manos en talle ajeno.

No me ha dado un ataque de feminismo clásico, lo juro. Es que tengo la fuerte sensación de que hombres y mujeres no buscamos lo mismo cuando se supone que ya se ha hecho la revolución. “Nosotras la hicimos, puntualiza A. Vosotros aún la tenéis pendiente”. Aquel hombre no sabe que podría volver a perderla, remata el profeta. Que ir con el paso cambiado tiene desventajas y muchos espacios para oxigenarse en soledad. “A las mujeres con exceso de determinación  -dice alguien- les van hombres decididos que las descoloquen a ratos”. Puede que sí. Seguro que sí.

¿Rapunzel lee a Zweig?

Intuyo que el debate sobre la pareja está aún por hacer. Y nacerá muerto si arranca con los mismos tópicos y se enreda en malabarismos estériles. Entretanto, diría que las mujeres seguimos pecando de lo mismo, algo atávico y eterno: necesitar desesperadamente que nos adivinen. Pero a veces, muchas veces, somos un enigma para nosotras mismas.

¿Y sexo, siempre buen sexo? Sí. Y palabras escritas por mentes brillantes para acompañar las horas muertas en el torreón:

“Nunca he conocido a ningún hombre que se entregue en esos momentos con tanta ternura, que ofrezca su profunda intimidad con tanto altruísmo y que después lo diluya todo en un olvido infinito, casi inhumano. Pero yo también me olvidé de mí misma. ¿Quién era yo, a tu lado y a oscuras?”. Stefan Zweig.