Antes los pufos se aireaban y las enfermedades se escondían. Tener un padre traficante era más llevadero que un hijo con síndrome de Down. En mi infancia los llamábamos “mongólicos” y no era cruel-intencionado, sino resultado de una época que no había conocido la corrección política y campaba a sus anchas señalando lo distinto con el dedo y urgándose después la nariz.

Leo que una madre ha convertido en viral el video donde habla de sus hijas. Una de ellas autista. Y sólo veo dignidad. Y ser visible lo encuentro glorioso y necesario. En la noticia de al lado los presuntos empiezan a ponerse sospechosamente colorados. Y me parece muy bien. Como si poco a poco las cosas fueran poniéndose en su sitio.

Cuando yo iba al colegio había una vecina que ocultaba los suspensos de sus hijas. La ropa ¿sucia? se lavaba en casa, y las cloacas familiares eran un asco que vertía a los patios de vecinos. Hoy las madres y los padres -no todos, cierto- hacemos outing de los tropiezos de nuestros hijos con la esperanza de sentirnos parte de una grey que nos anima, nos refuerza y le quita hierro al ¿fracaso?

La otra noche, en una cena social, el destino me sentó al lado de una madre de ocho niños. Más joven que yo, por cierto. Confesé que Minichuki no lo peta precisamente con las notas. Pero que todos los días de su vida se disfraza y canturrea o hace performances muy originales. No voy a discutir la necesidad de que los niños sepan matemáticas, lengua o inglés. Pero sí que las habilidades artísticas en nuestro sistema educativo sean poco  o nada valoradas por los currículos educativos. Y que lo que hace mi hija sea “perder el tiempo con tonterías” en lugar de expresarse con inusitada libertad y con fórmulas agitadas que me asombran cada tarde cuando llego a casa y me la encuentro envuelta en una sábana, con una corbata vieja de su padre y unas gafas de espía.

Antes los niños éramos buenos o malos según un criterio del franquismo social: los obedientes y estudiosos eran los buenos. Los rebeldes e inquietos, los malos. 

Y había “subnormales” y “mongólicos“. Y “aborto” era un insulto. No un dolor de cabeza para un gobierno conservador.

Por supuesto yo fui mala, aunque me salvé de la quema cuando abracé el mundo de las palabras y solté la pesada carga de los números. Y hoy me llaman poco la atención los “niños buenos”, ya lo siento. Aunque detesto a los maleducados y crueles. Y a sus padres y madres, ya de paso.

Admito que arrastro el fantasma de una niña a la que le dieron con la regla invisible en los nudillos.  Han tenido que pasar muchos años para darme cuenta de que crecí en un ambiente sofocante donde la virtud era ser igual que el resto. Y donde si rechistabas te caía un bofetón.

Y lo que era educar hoy lo llaman mal trato.

Ayer pasé el día en un hospital con mi hermano. Hablamos de aquellos maravillosos años que nunca fueron tales. De cómo nos pintaron la vida de colores cuando era blanca y negra. Del miedo que teníamos. De cómo uno sobrevive a la infancia como puede, y la convierte en un cuento a conveniencia, más falso que la madre de esas niñas que “nunca” catearon un examen. Pero que llega el día en que hay que hacer cuentas con tu historia. Sacarla del armario, ventilar sus estancias. Ser libre, ser tú. Duela o no duela.

Y entonces Minichuki me cuenta que el otro día, en clase de religión, “una compañera lesbiana” le espetó al profesor que la Biblia censura a los homosexuales. Y el profesor juró por sus muertos que eso no es así y retó a la pequeña a demostrarlo. “Y entonces ella leyó algunos trozos, mami, que traía subrayados, y todos aplaudimos. ¿Cómo puede ser que haya un dios que no quiera a todo el mundo?”. 

Me pareció glorioso que con doce años y en un colegio católico un niña se sienta libre de disentir de un profesor (si lo hace con respeto, desde luego). Y lo cuestione todo. Y que todos sepan que es lesbiana. Y que mi hija no tenga problema en contárnoslo a la mesa con naturalidad y confianza. Y me vi con esa edad y siempre conteniendo el deseo de salirme del tiesto. Y me parece un milagro haber llegado hasta aquí con tanta contención, y no haber estallado cual granada de mano en el desierto.

A los niños de los sesenta nos vendaron los pies como a esas japonesas. Fuimos, probablemente, la generación bisagra. Y hoy nos enfrentamos a hijos que nos dan sopas con honda. Menos obedientes, menos sometidos. Menos educados en el sentido aquel de los modales. Menos reprimidos. Más irritantes. Más exigentes. Más dispersos. Más materalistas. Puede que menos cultos… Menos atentos. Puede…

Y es una tentación subirse al discurso de cualquier tiempo pasado fue mejor. Porque es mentira.

Hoy hay madres que cuelgan un video contando el autismo de sus hijos y encuentran comprensión y solidaridad. Y hay hijos que expresan su sexualidad sin miedo y cuestionan la biblia si hace falta. Y me parece que sólo por eso hemos avanzado mucho, muchísimo.

Y espero que mi hija encuentre algún día una forma de ganarse la vida creativamente. Yo no pienso darle con una regla jamás por disfrazarse, sino hacerle un álbum precioso con todos esos looks. Y abrirle las ventanas, y las puertas…