El otro día asistí a un funeral y tuve sentimientos encontrados.

El sacerdote parecía conocer bien a la difunta. Normalmente sucede lo contrario y el resultado es una frialdad tal que uno piensa que con tan extraño embajador será difícil que nadie abra las puertas del cielo: “Hombre de 79 años, fallecido de un ataque al corazón y sin pecados mortales aparentes. Deja esposa y cuatro hijos despegados. No se le vio por misa en varias décadas, pero vamos a dar por bueno que era temeroso de dios”

Un funeral estándar se caracteriza porque el cura habla de oído y los familiares y amigos guardan respetuoso silencio, se enjugan las lágrimas o agradecen a la vida estar allí, palpitantes, mientras afuera el sol invita a saltar y a celebrar que hoy es hoy y hay latido. Recuerdo que mi amiga A., argentina de un humor endiabladamente divertido e irónico, me dijo una vez que ella “debutó” el día que enterraron a su abuela. O sea, que perdió su virginidad con el cadáver aún caliente, y tiene todo el sentido. Morir o ver un muerto es presenciar el propio destino. Y la pasión es el antídoto necesario, inevitable.

La cosa es que el sacerdote conocía a la difunta, y buena parte de su homilía consistió en desvelar cómo ella había recuperado su fe, con tal falta de pudor que reprodujo incluso frases de la conversación más íntima entre ambos. Dios, la Virgen, las oraciones, el momento de la extrema unción. Todo relatado ante las más de doscientas personas que llenábamos esa iglesia diseñada por Miguel Fisac donde hace apenas unos años mi familia y yo habíamos llorado la muerte demasiado temprana de mi primo. Y fue en esa misma iglesia no porque él tuviera fe, me temo que era profundamente ateo, sino porque era arquitecto y admirador del arquitecto del Opus Dei, y le parecía que de ser velado en alguna parte, mejor con un entorno soberbio de proporciones, volúmenes y esas espectaculares bóvedas de hormigón.

Iglesia del Espíritu Santo. Miguel Fisac

No sé si el cura era el mismo. Puede que sí porque lo recuerdo anodino. Pero sé que sentí que estaba violando el secreto profesional más sagrado. Ese que le transmite un ser humano que sabe que se muere y que experimenta momentos de clarividencia, desesperación, rabia, ternura o, puede que sí, de fe ardiente. “Su corazón ardío”, repetía una y otra vez refiriéndose a la difunta. Y ya sé que no soy quién para cuestionar las últimas voluntades de nadie, pero me cuesta creer que ella le hubiera permitido en vida contar tales secretos y presumir ante el respetable del poder del espíritu santo.

Luego intuí que era una maniobra desesperada. Que ese ministro de la Iglesia sabe que se le va la clientela. Que la cla de dios envejece y no hay relevo, pese a que el Papa Francisco ha llegado con nuevos bríos y un mensaje más vendedor y honesto. Y tal vez soñaba con contagiar a una o dos ovejas descarriadas de entre las que nos santiguábamos el viernes mientras escuchábamos el relato de una muerte larga por culpa de una venenosa enfermedad, glosada por el confesor.

Pero sé que no me gustaría nada que en mi funeral me desnudaran de esa manera. Que los instantes de mayor trascendencia de mi vida quisiera que se enterraran o ardieran conmigo. Que ya les dejaré escrito a los seres que amo aquello que sentí y me transformó, sin portavoces ni intermediarios. Que quizás sea mejor un sepelio estándar donde el cura no me conozca pero suene un movimiento del Requiem de Mozart,  íntimo pero compartible.

Lo del otro día lo sentí impúdico y casi obsceno, y espero que dios, si andaba por allí, me perdone. También por salir rápidamente en cuanto nos dijeron “podéis ir en paz” arrastrada por ese torrente imparable que es la fe en la vida. En el amor. En otra tarde de viernes con mis hijas, una pizza y una peli enredadas en el sofá. Tan contentas.