Me he propuesto decirles a las Chukis que cuando agonice no me maten hasta comprobar que he dejado de respirar yo solita. El sistema, les diré, es fácil: Una cuchara bajo la nariz y si hay vaho es que sigo sin remar hacia el reino de Hades.

Anoche escuché en la radio hablar sobre Adolfo Suárez sin saber si estaba vivo o muerto. Los panegíricos, los testimonios de sus allegados y oponentes políticos, los revival de la Transición. Y me pregunté: Y cuando se muera, ¿qué harán los programas, de qué escribirán los periódicos? Las crónicas de una muerte anunciada sólo funcionan si te llamas García Márquez o si la Parca obedece un plan prefijado por terceros.

Si te matan antes de morir, te condenan a un viaje múltiple. Algo así como Los tres entierros de Melquiades Estrada, ese peliculón correoso de mi admirado Tommy Lee Jones que divide al planeta en dos: los que lo aman y los que lo detestan (yo estoy en el primer grupo y esas secuencias del desierto me parecen poesía seca y desoladora). A Adolfo Suárez, con el paso de los años, nadie se atreve a reconocer que lo detestara, pero anoche Nona Vilariño, correligionaria de la UCD, reconoció en la SER haber sentido remordimientos por el abandono del partido al líder cuando todo estaba perdido. Muchos de ellos llorarán amargamente en el responso esa traición, más que la pérdida. Y estará bien.

Anoche el revival de Suárez transitaba entre el pasado perfecto y el presente, generando una confusión que me empujó a arrojarme a Google para comprobar si ya había muerto. Pero no. Ahí seguía el anuncio de su hijo y ese “Límite 48 horas” que lo mismo vale para pronosticar una agonía, titular una película o convocar a las rebajas de El Corte Inglés.

Lo malo es que la muerte es muy suya y no debe gustarle que nadie haga de portavoz y se adelante a sus ejecuciones. La ventaja es que el pobre Suárez perdió hace tiempo la lucidez y aunque hoy se produjera el milagro de su recuperación no tendría que vérselas con tanta necrológica anticipada. (A veces el destino impide comprobar los desatinos (Ommmh…).

Lo dejo ya, no sin antes proponerme la redacción de esas “Instrucciones para mi propia muerte”, una versión alternativa al famoso Testamento Vital. En ella dejaré dicho dónde, cuándo y con qué estilismo quiero ser despedida. Y sobre todo en qué momento de mi agonía elijo ser dada por muerta. No querría que mi casa se llenara de plañideros antes de tiempo ni que mis Chukinas se vean obligadas a servir canapés durante varios días tontamente.

Respecto a los traidores, si los hubo, que sepan que Roma sigue sin pagar…