“El proceso de escritura da sentido a todo lo que parece no tenerlo,
pero, a la vez, exige chapotear en fango de dolor. Es probable que, del
malestar que esa tensión produce, provenga una curiosa simetría: Una pena en observación, de C. S. Lewis, tiene 103 páginas; Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, 77; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, 131; Noches azules, de Joan Didion, 150; Mi madre, in memoriam,
de Richard Ford, 93. Como si nadie pudiera permanecer en ese territorio
demasiado tiempo —como si estas fueran, desde el principio, historias
que buscan su final—, casi todos son libros breves
“.

Conviene detenerse hoy en Babelia de El País, donde la excelente periodista y escritora Leila Guerriero habla de la literatura del desgarro. Y lo hace a través de varios de los títulos que he glosado aquí y me han hecho pasar largos ratos de desazón y placer; de reconocimiento del duelo como un proceso que te abre en canal y te ventila y a veces deviene grandes relatos. “El Olvido que seremos” (Héctor Abad), “Lo que no tiene nombre” (Piedad Bonnet) o “Una pena en observación” (C.S Lewis) son sólo tres de ellos. Hay muchos. Yo añadiría, sin pensar demasiado,  “Un hombre de palabra”, de Inma Monsó. Título bastante desconocido y que siento que está a la altura, que me ha acompañado en algunos duelos personales y que he regalado varias veces a amigos que atravesaban las brasas de la ruptura, con desigual efecto. “Me he pegado una llorera que ya no sé si es mi pena o la del libro”, recuerdo que me dijo una.

“Ya no recuerdo cómo era antes de conocerle”, arranca Monsó. “¿Dónde está?, pienso de pronto, sin darme cuenta de que lo llevo puesto. Es como con las gafas de leer. Una las busca, imprescindibles, y de repente se da cuenta de que las lleva colgadas. Eso es exactamente. Un recuerdo tan presente que, si bien lo miras, se parece mucho a un olvido“, termina.

(Tras leer el libro, hace ya años, sentí una tentación inédita de dirigirme a la autora, pero me contuve. Necesitaba saber quién era ese hombre que la transformó y la hizo conocer/reconocer el amor verdadero. Hice mis averiguaciones en Internet, con escaso éxito. Conseguí un nombre, un profesor, pero apenas había información y mucho menos fotos. Al final me rendí, asumiento que ese misterioso ser tan a su medida era un muerto más toda la fantasía proyectada sobre su pérdida. Y pensé que si ella no había querido nombrarlo -en la novela es “El Cometa”- tendría sus buenas razones que yo no debía vulnerar).

Vuelvo a Babelia. Cita Leila (por el nombre, la conocí un poco y compartimos una comida divertidísima donde ella brillaba y el cocido madrileño le hacía la ola) un título de Rosa Montero que me atrae poderosamente desde que se publicó y no he leído. “La ridícula idea de no volver a verte”. Reconozco mi desafecto por una autora tan intensa, aunque también que le he dado pocas oportunidades a lo largo de mi vida. Quizás porque sus columnas me producen rechazo por llenas de tics emocionales facilones, de proclamas de alto colesterol sentimental o de sobredosis de militancia. Puede que porque agradezco la ligereza como estrategia para abordar la profundidad y tiendo a huir de la solemnidad pretenciosa. El caso es que varias veces me he sorprendido tentada delante del libro, y creo que claudicaré porque es muy posible que sea una buena novela y yo una lectora implacable y prejuiciosa.

Pierre y Marie Curie

El arte es una herida hecha luz”, decía Georges Bracque. Y la cita la recoge Rosa Montero al final del prólogo de su libro, donde justifica por qué escribe de su propio dolor a través del de Marie Curie cuando recoge el cadáver de su esposo Pierre, atropellado por un carro de caballos. Y esta historia es mi infancia, el libro con viñetas que leí tantas veces y que me hizo admirar y compadecer a esa mujer brillante. Y su gran pérdida. Otra herida luminosa.

Termino con Piedad Bonnett, a quien agradezco ese libro del duelo que también he regalado varias veces: “Mis propias necesidades expresivas me iban diciendo: ‘Empieza por el
final, y genera tensión”, explica en Babelia. “Y me dije que sería
vergonzoso que me pusiera a hacer una prosa ornamentada con semejante
tragedia. Así que lo escribí bien seco”.

Escribir bien seco. De eso se trata cuando hay que contrarrestar el desbordamiento de las lágrimas. Se llama pudor y se agradece, porque te cuenta lo justo de la pérdida. Ese tema que es el gran Tema. El que justifica que uno se siente a escribir y abandone toda tentación onanista para concentrarse en esa partícula del dolor universal que es compartible y que forma parte de todo aquel que ha sufrido el choque con un espacio vacío, y le ha dolido hasta que el tiempo ha ido llenando ese hueco y un día brota una llama leve. El destello del polonio de Marie Curie, diría. La esperanza.

(Gracias, Leila, por el acierto al escoger los títulos y contarlo así de bien en tu reportaje. Gracias Imma. Gracias Héctor. Gracias T.S Lewis. Gracias, Piedad. ¿Gracias, Rosa?)