Mujer leyendo en la cama. E.Hopper

Yo lo que veo lo leo

Esta fue la frase lapidaria de Minichuki el día que aprendió a leer. Recuerdo que íbamos las dos de la mano y ella recitaba voraz los neones de las tiendas, los carteles publicitarios y hasta losse vende” de las casas del barrio pendientes de nuevo dueño.

Minichuki había entrado en ese laberinto de tupida vegetación donde las letras cuelgan de los árboles y, como una Alicia en zapatillas de deporte, iba dando forma a las palabras con su lengua y con sus dientes y al recitarlas, excitada, notaba que crecía su mundo como las habichuelas mágicas del cuento. Leer era pura magia.

Ayer a mi adolescente le divirtió la ceremonia de lectura de El Quijote en el Círculo de Bellas Artes. Un ritual que siempre me emociona aunque nunca haya participado. El silencio, la oscuridad, el atril por el que van desfilando conocidos y anónimos. “En un lugar de la Mancha…”. Una misa solemne donde dios se oculta en el bálsamo de Fiebrabrás, en los molinos de viento y en los libros de caballerías.

A los de mi generación nos hacían leer a Cervantes en segundo de BUP. O sea, en pleno fervor adolescente. La profesora, cuyo nombre no he olvidado (Angelines Sanz, uno solo se acuerda de los buenos), nos mandaba a casa con varios capítulos de El Quijote como deberes, y al día siguiente todas ahuecábamos la cabeza entre los hombros para evitar ser interpeladas. Imagino que para ella no era muy alentador comprobar cómo esas tontuelas con acné pisoteaban con su indiferencia una obra maestra que, ya de mayor, considero debe ser leída en otro momento de tu vida. No cuando las hormonas pican y desazonan y Dulcinea se te antoja una gorda justita de higiene con la que encima el protagonista no practica sexo.

Durante un tiempo, ya lo conté aquí, pagué a mi hija mayor por leer. Diez euros cada libro. Así conoció a Salinger y su Guardián entre el centeno, y a las Bronte y a Jane Austen, a Handke y a Bran Stoker. No logré, sin embargo, que el veneno de la literatura se le inoculara hasta el tuétano, como debe ser. Ni impedí que se enganchara a libros mediocres ligados a películas de vampiros de alto presupuesto y bajas pasiones. Pero tiempo al tiempo.

Yo lo que veo, lo leo.

Y cuando más leo más llego a una doble conclusión. Uno: moriré sin haber abarcado todo lo que quisiera (atención, culturetas, no es que las noches se me pasen febriles, como a Alonso Quijano, es que practico otros placeres mucho menos profundos con idéntica pasión, y así no hay quien progrese). Y dos: un libro mediocre no merece un rato de tu vida.

Ayer, sin ir más lejos, tiré a una papelera un ejemplar que cayó en mis manos, recién salido de la imprenta. Antes lo hojeé, lo ojeé, y al segundo párrafo inconsistente, lleno de adjetivos vanos y -horreur- con un “emblemático” desubicado- lo agarré como quien coge un despojo putrefacto y lo condené al vertedero.

Un libro es una cita que esperas con temblores. El momento de llegar a casa, de acostar a las chukis y entregarte a él, como un amante complaciente. Aunque sean cuatro páginas -un sexo rapidillo- Y esa sensación única de que lo que acabas de leer no existía antes de que su autor lo alumbrase. Y que una vez leído ya eres otra, y las habichuelas mágicas han crecido un palmo justo después de que, somnolienta, tanteases con la mano el interruptor de la lámpara y te entregaras al sueño encharcada en un mar de letras que te acuna, que te besa.

El pitillo postcoital, podríamos decir.