Sostiene Charles Taylor que “para hablar como un filósofo hay que leer literatura, escuchar música (…) El discurso del filósofo cojea un poco sin esa referencia a la literatura. En ella se da una riqueza, una densidad de pensamiento que falta completamente en otros textos“.
Este filósofo canadiense me desafió ayer en la playa mientras saludábamos un día de sol norteño como a la rara avis que es y dábamos cuenta de una empanada deliciosa. Sin ánimo de ponerle el punto en la i, yo diría que para hablar hay que observar, leer y escuchar música. Y también que hay que estar callado un rato largo al día, por lo menos. Las personas que parlotean sin tregua hacen un ruido que se parece mucho a la basura nuclear. Aturden y provocan naúseas. Malestar general. Cortocircuito en las neuronas.

Leer en la playa es un placer que exige encontrar la postura y una compañía respetuosa. Sólo así llegas al hallazgo, a la controversia, al comentario burlón: “Jajaja, el ministro de Cultura dice que le gusta el cine español y que ve a menudo Cine de Barrio“, comentaba ayer en voz alta M. El asunto del cine español es siempre espinoso. Si dices que es mediocre en términos generales, se te mira mal, por insolidario. Pero si confiesas que ves ese programa casposillo de los sábados a la hora de la somnoliencia entonces despídete de todo prestigio intelectual. Yo salí en defensa de Íñigo Méndez de Vigo -alguien capaz de reconocer que de educación no sabe lo necesario y que estudia por las noches me merece un respeto. No sé qué pensará su jefe de prensa-: “A lo mejor se refiere a El Pisito o a El Verdugo…”. Luego me di cuenta de que llevo meses sin ir a ver cine español, porque apenas me excita la cartelera y dispongo de poco tiempo. Además, no entiendo por qué hay que apoyar nuestro cine -de lo contrario te miran como si fueras una esnob- y no nuestra literatura, nuestra moda o nuestra taxidermia.

Donald Trump

Luego, volví a sumergirme en el periódico, donde Vargas Llosa hablaba de Donald Trump, ese millonario imprudente y voceras, y decía que “Se puede tener muchísimo dinero siendo, para todo lo demás, un inculto pertinaz”. Me quedaron ganas de preguntarle al premio Nobel qué tipo de cultura otorga el dinero, puesto que hay un “todo lo demás”. Pensé que el dinero concede el don del desparpajo. La posibilidad de soltar patas de banco “porque yo lo valgo”. Que yo sepa, amasar una fortuna es de perspicaces, personas con olfato de perdiguero, osados, visionarios (ladrones, a veces…) Pero no cultos, no necesariamente. Hace unos años un multimillonario me confesó que no había leído un libro en toda su vida. No me sorprendió en absoluto. Prometí guardarle bajo siete llaves tan suculento off the record. Me pareció que en su desinterés por las letras se había perdido la posiblidad de dar salida a una sensibilidad que se le hacía bola. De entenderse a través de lo que les pasa a los personajes de una novela. De ponerle palabras a un pensamiento sugerido en un ensayo. Y que si tienes mucho dinero y además cultura estás un poco más cerca de ser el rey del mambo.

Me hubiera gustado decirle: “Y encima es gratis. O casi”. Pero para apreciar los placeres gratuitos hay que entender que no todo se compra ni todo está en venta. Eso que trato de enseñarles a las chukis pese a no ser millonarias, y que ellas reciben con cara de “ya está mamá con sus rollos educativos”, justo antes de sumergirse en las pantallas de sus móviles.

Hoy mi mantra será la “densidad de pensamiento”, en honor a Charles Taylor.  Aspiro a darme un baño largo y a leer a mis anchas bajo la higuera gigante que nos acoge. En soledad y silencio, a ser posible. Tan ricamente. No hay nada más obsceno que la incultura. O sí. Hacer alarde de ella.