Mi querida Big-Bang:

Constato que el ficus benjamina del salón ha crecido un palmo mientras no lo miraba, que hay una nueva mancha de humedad en la cocina y que mi empleada de hogar se zampa no menos de tres cápsulas de mi Nespresso al día. Las dos primeras observaciones las he metido, obvio, para hacer bulto y envolver esta tercera mezquindad: sí, me joroba que mi vicio mañanero mengüe a esa velocidad, pero no tengo narices de decirle nada a la interesada porque entonces me sentiría un rata de la cobacha. Así que he optado por esconder un puñado de cápsulas azules, mis favoritas, en el fondo de un cajón, con el propósito de que, cuando ella se acabe el botín general, yo pueda disfrutar de un extra. Aunque sea a escondidas.

No es lo primero que escondo en mi propia casa. Hace no menos de un año hice lo propio con la Nintendo de las chukis (“Anintendo”, según chuki 2). Temerosa de que se viciaran con los muñequitos saltarines como yo con los tacones, la arranqué de sus manos y busqué un lugar donde jamás pudieran encontrarla. Por supuesto, no pude encontrarla ni yo, y cuando su padre, perpetrador de la compra de la consolita, la reclamó para sí, me tocó escuchar una vez más eso de: “es que mamá la ha perdido, como siempre”. Y pude sentir la amonestación de mi ex marido al otro lado del teléfono: “vuestra madre siempre ha sido un desastre. Dile que tiene tres días para encontrarla o mandaré un equipo de ingenieros estrategas para peinar la zona”.

Un ex, por definición, siempre hace leña del árbol caído. Da por saco aún sin querer. Necesita convencerse de que plantándolo le hiciste el favor de su vida. Atesorar una ristra de argumentos para desayunar cada día convencido de que se libró de la bicha a tiempo. Y si todas sus refutaciones caben en una hoja Excel, muchísimo mejor.

En mi caso he pensado que sería práctico, a la par de moderno y civilizado, publicar la lista de mis taras, para que mis futuros ex maridos puedan desenfundarla en el minuto uno y evitarse culpabilidades innecesarias. Una especie de epitafio previo a la muerte, que el interesado podría leer en una ceremonia del adiós forzoso. Algo así:

“Estamos aquí reunidos para celebrar la despedida de esa mujer que pensaba que Gilles Lipovetsky era un sérum antiarrugas. Una insomne con mechas que apagaba el ordenador a capón y ponía vasos distintos en la mesa. Una jodía porculera que no dejaba rematar las frases y pretendía conversar a las seis de la mañana. Una frívola del carajo que bailaba delante de mi televisor de plasma mientras yo veía el fútbol, y que nunca me dejó utilizar determinados adverbios aduciendo que le daban urticaria. Demos gracias al destino que la ha apartado de mi camino” (sí, un pareado chungo al final siempre es conveniente para rematar la faena).

Te dejo, que son las siete y debo buscar mi cápsula azul. Me temo que la he escondido demasiado y que debe estar en el mismo cajón donde guardé mi fe en la Thermonix y mi consistencia intelectual. Si ves que no aparezco mañana, manda a los GEOS. O a un ingeniero bien cuadriculdo, en su defecto.