Quise acostarme con Selva Almada pero volví a él, a su aliento liviano y familiar: “El don de la lectura (…) requiere, en primer lugar, un vasto legado intelectual -una gracia, debo llamarlo- en virtud del cual el hombre alcanza a entender que ni él tiene toda la razón, ni aquellos con los que no comulga están del todo equivocados”.

Ayer pasé 24 horas invertebraba y farragosa, que diría Robert Louis. Vomitar cinco veces en césped ajeno no es baladí, sobre todo si se trata de un desconocido y tú eres una señorita muy enseñoritada. El tema de debate es Cataluña, válgame dios. El tono mitinero va subiendo peldaños hacia la agresión y la vulgaridad, y los líderes se quitan la corbata. Un hombre atractivo y perfumado de más que entraba a la velada y me encontró postrada en un banco segundos antes de la gran catarata, me preguntó: ¿Con corbata o sin corbata”. Le dije “con” llevándome la mano al cuello, como quien se ahorca, y él me invitó a entrar. “No, estoy a dos segundos de echar la pota, debí contestar. Pero una voz de internado de señoritas musitó un “no me encuentro muy bien” cursi y desproporcionado, y él hombre se encogió de hombros: “qué pena, me hubiera gustado hablar ahí dentro”.

Una pena, sí. Según se acercan las elecciones de la discordia -dentro, fuera, como Barrio Sésamo- más me pide el cuerpo un baño de ficción. En la larga sesión de ayer, 24 horas arreglando un estómago que tiembla como las hojas de hierba de Whitman, un hombre confiesa a su abogada que encadena litigios absurdos sólo por estar con ella. Además, en cada encuentro pone una de Bach, el colmo del refinamiento. Mientras, el ex marido convicto de ella le planta un anillo de compromiso al tiempo que la invita a pizza en el autobús electoral. Mucho menos romántico, convendréis, pero más efectivo dado que al primero se lo cargan al comenzar el capítulo y el otro ya es gobernador de Illinois al terminar.

No hay nada tan romántico ni tan contundente como Bach mientras bajas el volumen de la tele donde todos mienten con tal de llevarte al huerto. Ni nadie tan conmovedor como mi amigo R., que me cuenta en una larga charla cómo van sus asuntos de la víscera reina y luego sentencia, muy serio: “Si no estuviera en otra ciudad,  seríamos felices”. En otro país, al paso que vamos, querido amigo.

Las fronteras son como los límites. Te definen frente al otro, impiden que salpiquen los fluidos, que se desate la furia del corazón. Quien te pone límites en realidad se está protegiendo, no se sabe si de ti o de sí mismo. El límite puede ser una amputación: me fastidio con tal de que tú no avances. Y puede ser un país o un hombre bueno. Soltarse la melena implica exponerse a que el pelo te ciegue la mirada. Pisar descalzo. Avanzar hacie tierra de nadie mientras llega un taxista, un salvador anónimo que cobra por rescatarte de la naúsea pero finge que te quiere: “No se preocupe si vomita, aquí tiene una bolsa y paramos donde diga”.

Y anoche, ya serena y con agujetas en el estómago, volví a  mi amante Stevenson, complacida y atenta: “De las obras de arte, sin embargo, poco puede decirse. Su influencia es profunda y callada, como la influencia de la naturaleza: moldean por contacto, las bebemos como el agua, y mejoran no sabemos cómo”. (Escribir. Ensayos sobre literatura. Páginas de espuma).

Lo contrario a un mitin político es una obra de arte, callada, silenciosa. Lo más lacerante de la soledad, ponerse malo en casa de un desconocido y vomitarle el césped muchas veces mientras llega ese buen samaritano y el tipo con corbata se mete decidido a debatir cuestiones de política sin entender que ni él tiene toda la razón, ni los demás están siempre equivocados.

Y respecto a los límites y las fronteras, está claro que sirven para poco. Siempre hay un desesperado que encuentra el punto vulnerable para traspasarla, con esa determinación formidable que da miedo y anuncia una oleada, un vómito caliente. Y luego un día entero para recomponerse.