Mi querida Big-Bang:

¿Por qué la gente que viaja a un destino de playa se pone el sombrero de paja ya en el aeropuerto? ¿Creen que así atraerán las olas del mar a esa cola eterna eterna y abrasadora llamada clase turista, que suda y anhela sacar la lorza a pasear si el viento de poniente les da cuartelillo? ¿O pretenden dar envidia a los que se dirigen a la gélida Centroeuropa, en viaje de business, con pequeños maletines donde no caben el bañador ni el patito de goma? El sombrero, me digo, es la venganza de la clase media que ha llenado su hucha con paciencia y sacrificio y vuela en junio, antes de temporada. Orgullosa y excitada como una teenager en su puesta de largo.

Entenderás que los aeropuertos me ponen cachondísima, con perdón. Creo que muestran una selección de todas las conductas humanas pasadas por el tamiz imprevisible de la espera. Es un tubo de ensayo donde, como no hay mucho  que hacer, salvo comer, leer y comprar cosas que uno no necesita, salen a la luz esos ademanes que mejor nos retratan. Y así estoy con mi libretilla, afilando los colmillos.

Entonces llega ella, una cantante rubia y descatalogada, con su hija y un grupo de modernos maduritos y gritones.  Lleva unas gafas enormes de sol que no se quita, imagino que porque renunciar al uniforme de estrella del pop es reconocer que ya no se es tal.  La niña, de unos cuatro años, se sube y pisa los asientos sin que nadie le diga nada. Y tú sientes ese impulso de madrastrona irrefrenable. Las ganas de pellizcar a la mona sin siquiera mirar de soslayo a la cantante rubia, ésa que hace décadas solía calentar a las tropas a bordo de un buque de guerra, como una Marilyn de barrio.

Y tú imaginas lo duro que debe ser perder tu identidad, convertirte en una serie B de ti misma. Más ajada, más insegura y sin ese público que se hubiera quitado el sombrero en la cola de facturación para  otear tus tetas sin silicona; para hacerte los coros de una canción mediocre que entonces tenía su aquel, pero ha envejecido tan mal como tú. Y sientes lástima, porque la descatalogada tiene una hija insoportable y maleducada que en breve le hará un corte de mangas. Y un noviete tan joven como escasamente interesante que querría ser Ashton Kutcher y se ha quedado en chulazo portabolsos. Y sientes el impulso de acercarte a ella y pedirle un autógrafo cual groupie trasnochada. Pero no…

Los aeropuertos son esos lugares donde las estrellas llevan gorra hasta al baño. Así se aseguran de que llamarán tu atención. De ahí que el resto de la humanidad se ponga el sombrero de paja, en plan aspiracional. Una sala de espera es despiadada y feroz como una sala de urgencias de hospital, pero sin sangre. Pero a mí me mola. Es más, estoy por dejar de viajar; por perder a propósito los aviones para permanecer allí observando los vaivenes de la humanidad que espera. Viendo cómo la chica de servicio del grupo descatalogado se queda en una esquina, silenciosa, mientras sus jefas alardean de bolsacos y taconazos, bastante inadecuados al lugar, y se ríe para adentro. Mamarrachas, pensará.

Lo he decidido. Quiero ser una turista accidental, como mi admirado William Hurt. Ese hombre impávido que con los años se ha vuelto mujereta pero sigue ahí, manteniendo la mirada llena de incógnitas. Ya menos rubio, menos atormentado. Me pregunto qué hará cuando espere a su avión. Quiero pensar que no lleva una gorra absurda ni una novia de relleno. Sólo un buen libro y un cigarro apagado que se lleva a la boca distraidamente hasta que los altavoces gritan su nombre. “Última llamada al pasajero Hurt”. Y entonces sale pitando y tú te quedas ahí, boquiabierta, y le sonríes mientras se evapora por la niebla de la sala…