Mi querida Big-Bang:

Anoche tuve una revelación. Entendí que una de mis taras para las que no hay medicación me viene de no haber formado nunca parte de una tribu urbana. Crecer sin identidad de grupo es un agujero negro infinito que no se llena por mucho que una coquetee con los abrigos largos de los moods, el cuero negro de los punkies, las túnicas góticas o los corsés de Madonna by Jean Paul Gaultier.

Empezaré por el principio. Yo tenía una amiga en el cole de esas que no gustan a las monjas. Un patrón distinto, artista y con boina francesa ladeada, con la que iba a museos, tomaba el té y leía Rayuela. Dicho así suena ñoño y cargante, pero en la tribu chunga que éramos las niñas de la Inmaculata, todas de uniforme príncipe de Gales, siempre con la guitarra lista para cantar “Una espiga doradaaaa por el sol” y rezar tres aves marías, aquello era rebeldía pura y ella un elemento sospechoso y exótico que iluminó mi adolescencia.

Añadiré que mi amiga A era unos años mayor que yo, que tenía una gata que me atacaba con saña y que un día se enfadó conmigo para siempre jamás. Nunca supe por qué, pero sí que ese día le puse los cuernos a Cortázar y se me hizo un roto en los riñones que no ha dejado de sangrar.

Años después la vida me trajo a otra A-2. Tenía su misma estatura, escribía cine, la misma edad y complexión que mi otra A. También una gata furiosa que debía esconder en el calabozo cuando yo llegaba. Con A-2 inventaba historias disparatadas y veía películas. También compartimos brujas, desatinos amorosos, lexatines de contrabando, spas vaporizados, litros de gin tonic y otros quebrantos.

Veinticinco años después la tribu de Internet me ha devuelto a Rayuela. Naturalmente, no recuerda por qué me plantó. Sigue siendo artista, tiene dos hijos, un divorcio y aún coquetea con la melancolía, como entonces. Como mi A-2. Ignoro si frecuenta a nuestras brujas. Su cicatriz sigue abierta, como la mía. Nos reencontramos, nos reconocimos. Pegué un salto en el diván y dije bye a mi terapia.

Anoche las junté a ambas. Fuimos al cine. Una a cada lado, las observaba con el rabillo del ojo. Simétricas en sus reacciones, idénticos anillos en el dedo. Se gustaron, claro. Brindamos con margaritas, hablamos de hombres, hermanamientos astrales en los que no creemos y trasplantes de órganos sin anestesia. También de tatuajes mal borrados. Terminamos en un bar con humo de jazz donde todo eran negros antillanos o psicobolches con perilla, melena y gafapasta. Desubicadas. Y tan contentas.

Anoche dormí sin tus pastillacas, nena. Un círculo que se cierra es mejor que el Orfidal, y la Gran Vía de madrugada la posibilidad de un paseo del brazo de mi tribu urbana recuperada. Tranquila, no pienso volver a Cortázar, que la nostalgia es un accesorio tan absurdo como los calentadores de leopardo sintético. No sé que pensará de todo esto el sr Rocamador…