Observo que una parte considerable de la población necesita un castor. Alguien a quien mandar, en quien apoyarse, alguien para que le acompañe a las fiestas de sociedad. Que le lleve solícito el gin tonic, que le diga lo guapo/a que está y que no se apodere de su corazón.

Un aderezo útil, digamos.

El nombre lo he robado de una película muy excéntrica que jamás vi, pero me hacía gracia. Los protagonistas, Jodie Foster y Mel Gibson. El actor encarna a un tipo que lleva un castor en el brazo, una mascota. Adjunto la sinopsis:

“Walter Black (Mel Gibson) es un hombre que padece una profunda
depresión. Su única vía de escape, su único consuelo, es una marioneta
que representa a un castor, al que trata como si fuera una persona.
Perseguido por sus propios demonios, Walter, que fue en otro tiempo un
exitoso ejecutivo de una empresa de juguetes, emprenderá con su
marioneta un viaje de autodescubrimiento… “

Convengamos que la propuesta de emprender “un viaje de autodescubrimiento con una marioneta  no puede ser más tentadora. Los que odiamos los peluches -tengo que interrogar al respecto a mis padres, porque ignoro el origen de mi animadversión- vagamos por la vida sin castor aparente y sin autodescubrirnos, y así nos va.

Pero eso no nos desactiva el instinto de voyeur, tan depredador, y contemplamos a menudo a los castores y a sus amos en el trabajo, la televisión o la parada del autobús. 

Un castor es una fantasía de dominio. Pero también una fantasía de amor. Hay maridos (y mujers) castores. Becarios castores. Hermanos castores y cuadrillas de albañiles con castores profesionales. 

El castor escucha tus lecciones de vida, pero no las cuestiona. Es el hombre Balay que termina siendo un mamarracho y abandonado en una acequia cuando ya no es necesario. Es la mujer ideal que te deja bien con tus amigos pero a la que no amas por miedo a que te comprometa. Es el amigote con el que sales a ligar porque despierta la ternura de las chicas, y las deja listas para la seducción. 

El universo está lleno de castores que amenazan nuestro ecosistema, pero nadie se ha enterado. Lanzo aquí la voz de alarma y espero que algún ecologista aguerrido se ponga manos a la obra. De lo contrario habrá una rebelión de castores bramando por su identidad perdida. Y estaremos muertos, la os lo aviso.