“Hoy me he levantado perdedor”, dice M., y se lleva a la boca una cucharada de ropa vieja, esa delicia del día después de un cocido, bien aderezada con cebolla o ajo.

Sabe mi amigo que los perdedores siempre ganan, porque sus historias son más rotundas, tienen vericuetos y te hacen temer por su destino. Los ganadores, por contra, consiguen admiración o envidia, pero nunca empatía. 

Una novela de perdedores siempre lleva trampa. Amarás al perdedor sobre todas las cosas. Él lo sabe y lo explota. Te mira muy cerca, a pocos centímetros de su cara, y espera a que tú des el paso.

-¿Pero ella te miraba a los ojos o a la boca?, quiere saber M., la tercera a la mesa. Su teoría, muy a lo  Flora Davis,  es que si una mujer se pone tan cerca y mira a los ojos es que no habrá sexo. Pero si desliza apenas una o dos miradas hacia la boca, puede ser el comienzo de una gran noche de seducción con un perdedor adorable.

Tienen los perdedores algo de huevos Kinder. Los abres con ilusión, sacas las piezas de la sorpresa y a veces eres incapaz de montarlas, pese a que se trata de una construcción básica y presuntamente apta para mayores de tres años. Hay hombres, hay mujeres, que se presentan como juguetes kinder y terminan siendo un rompecabezas imposible. La falsa simpleza, la aparente debilidad, el egocentrismo disfrazado de modestia.

(La simulación es eso que nos inventamos para no ir rompiendo cristales a cada paso. Pero no todo el mundo tiene licencia para engañar).

-Ese hombre es un mentiroso, advirtió el chamán. No te fíes de sus cantos de amor. Contigo cerca nunca se sentirá un héroe.
-Puede, pero si te mira a la boca es difícil pillar la mentira de sus ojos.
-Un perdedor jamás deja ver toda su flaqueza.
-Pues habrá que mirar a otro lado.
-Pues eso.

A mi amiga S. su novio le puso los cuernos con una cajera del supermercado. Se la tiró una y otra vez, entre jadeos que anunciaban ofertas de yogur y suavizante. En cada relato las amigas reforzábamos el oficio de esa mujer con redoblado menosprecio clasista, cuando la pobre sólo pasaba por ahí y se topó con un capullo perdedor que necesitaba sentirse más que ella para soportar su oscura y dolorosa mediocridad.

La única redención del perdedor es una hazaña a pequeña o gran escala. Salvar a la chica que abandonó en el torreón. Pedir disculpas sin dejar de mirarle a los ojos. Y luego, poco a poco, iniciar el descenso al cono Sur. O, de lo contrario, permanecer encerrado en el huevo Kinder hasta sobrepasar con creces la fecha de caducidad. Una dulce condena.

PD. Mi perdedor favorito es Jack Lemmon en “El Apartamento”, esa película perfecta.
 Crisis de los cuarenta