Mi querida Big-Bang:

Sí, un buen tinte puede cambiar tu vida. Y más en una peluquería donde no hay revistas del corazón ni carritos con rulos rosas y celestes, ni cepillos redondos con pelos, pero sí facturas de tres dígitos. Es decir, en una pelu convencional te atienden Vanessa o Yolanda, que son pizpiretas y tienen novio en Fuenlabrada, y entre brochazo y brochazo cortan trajes al personaje del cotilleo que tú estás repasando en el HOLA a la velocidad de la luz, porque en la peluquería de Vane tienes todas las revistas y te entra un frenesí tremendo y no quieres salir de allí sin haberlas visto de arriba abajo, ansiosa, mientras la señora de al lado, que anda entre la manicura y el brushing y lleva pinkis en los pies, te mira de reojo con reprobación porque has cogido el “Diezmi” y en portada está Belén Esteban con su penúltimo look de mamarracha y su mirada desafiante.

En una pelu guay sólo hay modernos y magazines de culto. Puede que algún fanzine de diseño. No huele a amoniaco ni a secadores estilo “Cuéntame”, sino a incienso de naranjas amargas. El peluquero se puede llamar Fredo o Jan, es gay -of course- pero desplumado y desafectado, llama cabello al pelo de toda la vida y espera a que tú hagas intención de hablar para seguirte el rollo. Allí no eres “Mari”, sino esa mujer sofisticada que en realidad no eres que busca con desesperación un corte y, sobre todo, un tinte que le devuelva la paz de espíritu y el prestigio social. Allí, sacar el típico recorte de famosa para que te hagan el mismo look es un insulto que se paga con el ostracismo más cruel.

Pero entenderás que eso a mí me la refanfinfla. “Verás, yo quiero ser Carey Mulligan, pero más perversa; Sharon Stone, pero más joven; Meg Ryan pre détox y pre bótox…” Y según enumero voy sacando fotos de todas, con cierto reparo al principio, pero con inusitado desparpajo según caliento las descripciones y llego al punto de “quiero ser como Anne Heche antes de romperle el corazón a Ellen DeGeneres al decidir dejar de ser lesbiana un rato y volver a la senda de la heterosexualidad”.

En este punto mi gurú de las mechas me interrumpe con un gesto cortés pero contundente. Lo ha captado. Sabe que si me deja seguir empezaré a tratarlo como a una Vanessa y tendremos una conversación vulgar, y entonces no podrá cobrarme tres dígitos, y puede que -horreur- le meta en el pantalón (aquí no hay batas semiabiertas) una moneda y le dé un azotillo leve en el culo, a modo de despedida. Así que me propone hablar de una pareja muy famosa de modernos con gap. Es decir, que ella es mayor y él es gay. Y nos rechiflan a los dos.

“Estoy harta de los convencionalismos sobre la pareja -disparo- Cada vez me aburre más la heterosexual de toda la vida. Esa bendecida por la santa madre Iglesia y por Mariano Rajoy. La que reza unida, folla (con perdón) una vez por semana y es aceptada en el patio del colegio y en la junta de vecinos”. Mi peluquero no puede estar más de acuerdo, y mientras me da tinte en la raíz y decoloración en las puntas (a 75 euros cada gesto), completa una disertación sobre las uniones que nos lleva al arca de Noé y al diluvio universal. Hasta que sobreviene el coitus interruptus: “el color (aquí la palabra tinte no existe) ha subido ya, pasa al lavacabezas” (lo que viene siendo el lavabo, pero de mármol pulido).

Después de completar el trabajo y quitarme el amarillo pajaroto de la cabeza, pago los tres dígitos encantada porque vuelvo a ser yo, y eso en un diván resulta mucho más caro. Antes de irme, nos besamos con la complicidad de dos amigos que piensan que qué más da que Rock Hudson fuera marica si hizo sentirse maravillosas a muchas mujeres con su apostura de galán y sus besos a tornillo. ¿Sería cosa del tinte?