Karol Wojtyla y Anna Teresa Tymieniecka
“Buscaba desde el año pasado una respuesta para estas palabras tuyas: ‘te pertenezco'”.

Y
finalmente, antes de dejar Polonia, encontré un camino: un escapulario. La dimensión en la que te acepto y te siento en todo
tipo de situaciones, cuando estás cerca y cuando estás lejos”.

El Papa Juan Pablo II sintió profundamente por una mujer durante tres décadas. La mujer estaba casada y se llamaba Anna-Teresa Tymieniecka. Desde que ayer la BBC aireó esta scoop el  polaco me cae un poco mejor. El sentimiento humaniza a la iglesia y a sus soldados. La noticia insiste en que no hay pruebas de que el santísimo se saltara el celibato. Algo, a mi juicio, bastante irrelevante. No creo que contener la llamada de la carne entre dos seres adultos sea tan meritorio; me parece mucho más difícil contener la del corazón, la del entendimiento intelectual, la de la curiosidad o el desvelo por el otro. Karol Wojtyla era sobre todo un hombre y encontró una cómplice, una filósofa, con la que compartir inquietudes de cierta profundidad. Allá donde no llega ni dios.

Naturalmente, estoy a favor de que los curas amen. Creo que taponar el afecto, la ternura o la pasión sólo les ha traído problemas, cuando no acciones delictivas. La Iglesia católica estigmatiza a la mujer al seguir equiparándola a la serpiente. No superar el Antiguo Testamento es como no pasar de primero de primaria. El tono de las informaciones sobre el largo affaire de Su Santidad está lleno de cautelas; de tiradas de piedra que esconden la mano. Las líneas destacadas de esas cartas son una historia de amor a la que nadie se atreve a poner una etiqueta.

Los votos protectores no sirven cuando tiembla el suelo con una intensidad de muchos grados Richter. Recuerdo en el colegio de pequeña que una monja, la profesora de música, se casó con el padre (viudo y farmaceútico) de una compañera de mi curso. Aquello se llevó con secretismo como se llevaría algo después el primer embarazo de penalty de nuestra generación. Al poco empezamos a cruzarnos por el barrio con la madre María José -así se llamaba- convertida en una mujer. En nuestro imaginario de niñas una monja no era una mujer, desde luego (igual que una madre era una madre, sin más). Y verla sin  toca en la cabeza y descubrir que tenía cintura y pechos nos turbó bastante. Como ahora la imagen de Wojtyla en calzoncillos y camiseta (la noticia habla de “pantalón corto y camiseta”, pero si eso no es ropa interior que venga Calvin Klein y lo vea) saliendo de una tienda de campaña con una mujer cerca. Como una pareja de maduros cómplices en un fin de semana de campo y relax.

“Buscaba desde el año pasado una respuesta para estas palabras tuyas: ‘te pertenezco“. 

¿Cómo encajaría el cura Wojtyla un rayo ardiente de palabras como ése? Sabemos que le costó al menos un año. Debió descolocarle la sotana. Debió quizás provocarle el escozor de los escrúpulos. ¿Se apretaría el cilicio hasta sangrar? ¿Rezaría plegarias para que el señor apartase de sí ese cáliz? ¿Entendería su esencia de hombre mortal? ¿Cuántas noches en blanco pasó el Papa, antes de serlo y después, turbado por la llama de un amor estridente al que tardó en encontrarle un acomodo?

Leo la historia y me gusta lo que leo:

“En 1974 le escribió a Tymieniecka que estaba revisando cuatro de las
cartas que ella le había enviado en un solo mes, porque eran “muy significativas y profundamente personales”.

Mi abuela estaba platónicamente enamorada de Juan Pablo II. Ya he contado que hasta su muerte tuvo un póster del Papa en uno de los dormitorios de su casa. Le parecía que tenía sonrisa “de pillín”. Mi abuela no era religiosa, no lo fue nunca ni lo fingió. En Wojtyla veía sólo un hombre, un hombre bueno y pícaro. Cuando murió -creo que el mismo año que él- y vendimos su casa quitamos con tristeza aquella foto pero aún sale a colación en conversaciones de familia en las que la Yaya sigue viva y resucita en las palabras, esa inmortalidad en la que creo.

Nos quedamos sin saber las cartas que la filósofa polaca envió al hombre Karol. La BBC no las ha conseguido y me parece bien. Es mucho más crucial que el mundo sepa, por si aún no se había enterado, que bajo un alba, una casulla, una triste sotana, hay sobre todo un hombre capaz de todo lo que reclama su naturaleza. Del amor más profundo, de las atrocidades más tremendas. Y a veces tratar de contener un ciclón con una cruz es como ponerse una ristra de ajos para evitar que Drácula te muerda. Una chorrada.