Me gusta François Ozon incluso cuando me gusta menos. Me interesa su forma de abordar la mirada de sus personajes y cómo fuerza la mía, tan miope y desgastada de láser y barridos. Me gusta que termine la película y haya un aleteo de olas en la superficie de mi conciencia que me haga masticar los detalles y me gusta haber rematado con él mis exiguas vacaciones (si llamo así a cuatro días de los cuales dos son festivos siento que han sido más largas. Las palabras pesan y ocupan).

Ayer vi Frantz, y podría contar que es una película en blanco y negro con un protagonista que es un cruce entre Dalí joven y Adrian Brody que toca el violín y mira melancólico, ambientada en la primera postguerra mundial. Un francés que, invadido por el pesar, vuelve a Alemania para pedir perdón a los padres y a la prometida de un soldado alemán al que mató a bocajarro. Esa es la trama.

Pero de lo que me habló Ozon es de las ensoñaciones. Del poder de la elucubración en ausencia; de cómo puede recrearse lo que nunca pasó a través de alguien que nunca estuvo y llega y te saca el violín y te estremece en la sala de estar. De cómo hay un instante en el amor que es elaborado, no palpable ni sometido a las leyes del desgaste. Y que si en ese instante lo matan acaban de invitarlo a una eternidad magnífica y tortuosa.

Cuenta Ozon que es posible que el relato de un desconocido sea esa música celestial del amor virgen, y que no se quede ahí. Que -y esta es la belleza de la historia- un sentimiento de pérdida llegue a transmutarse en la figura de un desconocido como una posesión tan febril que engañe a la vista, al tacto y al resto de los sentidos.

No conocemos a Frantz, pero lo estamos viendo a lo largo de toda la película. Vemos cómo sus padres, desolados por la pérdida, se aferran a su verdugo hasta sentirlo como el hijo que fue. Vemos cómo su prometida Anna renueva sus votos reenamorándose de un holograma con bigote y toneladas de culpa en su envergadura frágil y elegante. Cómo el remordimiento alumbra cuerpos y cómo el deseo los convierte exactamente en eso que desea. Y es un círculo imperfecto que sin embargo ilumina y quema como el sol impetuoso de invierno en una estación de esquí.

Ozon

Hay momentos de especial belleza. Anna entrando en el lago vestida como una Virginia Woolf llena de una determinación plástica, o un Mahler poderoso en la banda sonora que envuelve y acompaña en reencuentro de ambos protagonistas en París; O ese tren que la lleva a su destino que al final es un cuadro de Manet tan inquietante como bello.

Yo diría que Frantz no es una película de amor, es una historia sobre cómo rellenamos la pérdida del amor a través de la liturgia de la trasmutación. Qué hacer con el sentimiento cuando es cercenado por otro para que no se haga bola. Cómo volver a palparse el corazón una vez roto. Y por qué la melancolía es tan efectiva en un relato como el alka seltzer en una resaca.

No creo que Frantz sea una película redonda, pero si que sus dos horas han seguido ocupándome como un gong sostenido hasta que hace un buen rato desperté y pensé que quería escribir sobre Ozon. Y sobre las mentiras y las trampas de eso tan inasible a veces que es el sentimiento amoroso.